Caballo de Troya
J. J. Benítez
De algo sí estoy seguro: que los legionarios no regalarían ni se desprenderían así como así de lo
que, según la costumbre, les pertenecía. Por otro lado, además, seguir la pista de dichos
vestidos no era cosa fácil para los discípulos de Jesús. La mayoría de aquellos romanos
regresarían pronto a su campamento-base, en la ciudad de Cesarea y, con el paso de los
meses, muchos cambiarían de destino o serian licenciados. Todo esto me hizo sospechar que al contrario de lo que ocurriría con el lienzo que sirvió para su enterramiento-, Jesús de Nazaret
no era muy partidario de que sus discípulos guardaran estas reliquias, susceptibles siempre de
convertirse en motivos de adoración supersticiosa, con el consiguiente riesgo de olvidar o
relegar a segundo plano su verdadero mensaje...1
Concluido el reparto de las vestiduras, Longino pidió a su lugarteniente que examinara
también las fijaciones de los reos. El optio se aproximó primero a la cruz de la derecha y tocó la
cabeza del clavo del pie izquierdo del guerrillero. Parecía sólidamente clavado. El «zelota», con
el cuerpo desmayado y violentamente encorvado hacia adelante, no había parado un momento
de aullar y retorcerse, intentando sobrevivir. Pero las penosas, cada vez más duras, condiciones
para robar algunas bocanadas de aire, sólo habían añadido nuevos dolores y mayores
hemorragias a su organismo.
Al ver a Arsenius al pie de su cruz, Gistas hizo un supremo esfuerzo y tensando los músculos
de sus hombros logró elevar los brazos. Inspiró y, al momento, mientras expulsaba el escaso
aire conseguido, lanzó un salivazo, mezclado con sangre, contra el suboficial, insultándole.
Indignado, el ayudante del centurión se hizo con una lanza, replicando con el fuste de madera
en plena boca del estómago del «zelota». El castigado diafragma se resintió aún más.
hundiendo al condenado en un proceso más acelerad