Caballo de Troya
J. J. Benítez
madera fueran incrustadas al máximo. Después, los soldados rasgaron los restos de las túnicas
de los «zelotas», convirtiéndolas en estrechas tiras. Y sin pérdida de tiempo, el oficial fue
distribuyéndolas equitativamente entre los doce infantes. Hasta que no vi a uno de ellos
cubriéndose las desnudas piernas con aquellas bandas de tela no comprendí el sentido de la
operación. Prudentemente, los romanos trataban de proteger su piel del azote de aquel viento
terroso. Por último, la media docena de escudos de los hombres libres del servicio de vigilancia
del Calvario fue tumbada en el suelo, uno junto a otro, formando una hilera y con la cara
cóncava hacia arriba.
Alguien recordó al pelotón las vestiduras del Nazareno, que yacían aún en el extremo sur del
gran peñasco. Pero, cuando los soldados las recogieron, dispuestos a trocearías, los cuatro
legionarios, responsables de la custodia y enclavamiento de Jesús, protestaron, aludiendo -con
toda razón- que aquellas prendas les pertenecían y que, dado su buen estado, las reclamaban
para sí.
El resto de la tropa cedió y, precipitadamente, antes de que la tempestad de arena cayera
sobre Jerusalén, el oficial hizo inventario, repartiendo las vestimentas entre el «cuaternio». A
uno le correspondía la capa de púrpura que le diera Antipas; a o G&