Caballo de Troya
J. J. Benítez
Aunque el árbol disponía, como ya adelanté, de una barra de hierro o sedile, atravesada a
cosa de 1,20 metros del extremo inferior de la stipe y paralela al patibulum, en esta ocasión
resultó ineficaz. La considerable talla del reo hizo que los pies de éste quedaran por debajo del
apoyo que quizá -en el supuesto de haber coincidido- sólo hubiera servido para dilatar su
agonía.
Al ver consumada la crucifixión del rabí, la muchedumbre comenzó a gesticular, subrayando
la macabra labor de los legionarios con una cerrada salva de aplausos. Los sacerdotes, sobre
todo, mostraban una especial satisfacción. Toda su anterior cólera se había convertido en
júbilo. Su venganza estaba casi saciada. Y digo «casi» porque, incluso después de muerto, el
cadáver del Hijo del Hombre se vería amenazado por aquella perturbada ralea sacerdotal...
Mi atención quedó fija en el Iscariote. Nada más ver cómo atravesaban el segundo pie del
Maestro, el traidor se alejó del gentío, perdiéndose por el polvoriento camino, rumbo a
Jerusalén. Juan Marcos también desapareció de mi vista, por lo que supuse que habría seguido
los pasos de Judas.
El triste espectáculo había entrado en su último acto. Los curiosos comenzaron a desfilar,
retirándose hacia la ciudad santa. Jesús de Nazaret y los «zelotas» -clavados en dirección Sureran sólo un despojo...
A las 13.30 horas de aquel viernes, 7 de abril, comuniqué a Eliseo el final del duro
enclavamiento. Y tanto mi hermano como yo guardamos silencio. Un doloroso silencio.
Si el texto que figuraba en la tablilla de Jesús Nazareno hubiera sido otro -a gusto de los
sacerdotes judíos-, la mofa hacia el recién crucificado quizá hubiese sido menor. Cuento esto
porque, a partir de la elevación del Maestro sobre la stipe, las risas y sarcasmos de la
concurrencia menudearon durante un buen rato y, al parecer, según averiguaciones
posteriores, como vengativa contrapartida por el conocido «inri». Al fracasar ante Pilato, los
jueces tuvieron especial cuidado de intoxicar a la multitud, ridiculizando al Maestro y, de esta
sutil forma, quitándole seriedad a las tres inscripciones, evitar que los testigos pudieran tomar
en serio lo de «rey de los judíos».
Así que, volviéndose hacia la cada vez menos numerosa masa humana, algunos de los
saduceos comenzaron a señalar la cruz del Galileo, exclamando a voz en grito:
-¡Ha salvado a los demás, pero no puede salvarse a sí mismo!
Y el gentío aprobó esta nueva manifestación de burla con fuertes y repartidos aplausos. Al
poco, otra voz se destacaba entre la turba, preguntando al Nazareno:
-Si eres el Hijo de Dios, ¡bendito sea su nombre!, ¿por qué no desciendes de tu cruz?
Jesús, al igual que la patrulla y que yo mismo, pudo escuchar estas exclamaciones, teñidas
de la más cruel y mordaz ironía. Al encontrarse a un metro escaso del suelo y a poco más de
diez de la primera fila de judíos no era muy difícil retener estos gritos e, incluso, las
conversaciones que sostenían los legionarios en el menguado círculo de piedra del Gólgota.
Estos, finalizada la laboriosa crucifixión, se tomaron un respiro. El optio levantó el cordón inicial
de seguridad que bordeaba la circunferencia del promontorio, formado como dije por seis
infantes, reduciendo la vigilancia a un primer turno de cuatro soldados. Cada uno se situó en
los puntos cardinales, rodeando a los tres condenados y al resto del pelotón. Los demás excepto dos- se apresuraron a sentarse a unos tres metros de las cruces. Y contemplaron con
desgana cómo sus dos compañeros procedían a retirar la escalera de mano, enrollando
minuciosamente la maroma y recogiendo las diversas herramientas utilizadas en el
enclavamiento. A la vista de aquellos preparativos, todo apuntaba hacia una larga espera. Eso,
al menos, creían Longino y sus hombres. En realidad, según me informó el centurión, el relevo
no llegaría hasta el ocaso.
-¿Distingues ya desde tu posición los primeros frentes del «haboob»?
Las palabras de Eliseo me recordaron la inminente proximidad del «ojo» del «siroco». Protegí
la vista con la mano izquierda, en forma de visera, y, efectivamente, en la lejanía -por detrás
del Olivete- descubrí unas masas negruzcas y oscilantes que se abatían sobre un extenso
frente.
El oficial también reparó en aquellas amenazantes nubes de polvo y, como buen conocedor
de este tipo de fenómeno meteorológico, alertó a los legionarios. La primera medida
precautoria fue comprobar la estabilidad de las cruces. Las stipes, en principio, parecían
sólidamente plantadas en las grietas de la roca. Sin embargo, Arsenius ordenó que las cuñas de
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