Caballo de Troya
J. J. Benítez
Pero el oficial, sin perder los nervios, ordenó a los que permanecían al pie de la stipe que
colaborasen con el legionario encargado de encajar el patibulum. «Pero, ¿cómo? -pensé-, si
sólo hay una escalera de mano...» La solución llegó al momento.
Dos de aquellos diestros soldados, ágiles y entrenados, se aferraron con sus manos al palo
vertical mientras otros dos se encaramaban a sus respectivos hombros, alcanzando así los
extremos del madero transversal. A una señal del que había vuelto a sujetar el nudo central,
empujaron el leño hasta que la afilada punta del árbol entró en el agujero central del
patibulum.
-¡Ahora! -gritó el infante situado en lo alto de la escalera. Los soldados saltaron sobre la
roca, al tiempo que el centurión y el resto dé los verdugos soltaban de golpe la maroma.
Y el palo horizontal se precipitó hacia tierra. Pero, a unos cuarenta centímetros de la
horquilla, quedó encajado en el grueso perímetro de la stipe.
El frenazo fue recibido por la muchedumbre con grandes vítores y aplausos. El Maestro acusó
el impacto con un lamento más fuerte. Su respiración se detuvo algunos segundos y las
brechas de las muñecas se hicieron ostensiblemente más grandes. Los dedos, agarrotados,
apenas si reaccionaron ante la bárbara tracción.
Longino alargó la tablilla al infante y éste procedió a clavarla por encima del patibulum.
Mientras remataba el ajuste del palo transversal, otro de los romanos tiró con fuerza de la
pierna derecha de Jesús, forzando el abajamiento del hombro y de toda esa mitad del cuerpo
del Nazareno. Jesús, al sentir el tirón, inclinó aún más la cabeza, separando el tronco y las
nalgas del madero. Su rodilla derecha se dobló involuntariamente, pero el verdugo que se
disponía a clavar el pie se la aplastó con un súbito mazazo. El compañero que había jalado de la
pierna obligó la superficie de la planta hasta que ésta -completamente plana- tocó la stipe. Y un
tercer clavo taladró el pie del Nazareno, entrando en el dorso por un punto próximo al pliegue
de flexión. (Al examinar de cerca la entrada y salida del clavo estimé que el legionario había
perforado el ligamento anular anterior del tarso. De esta forma, la pieza se deslizó entre el
tendón del músculo extensor propio del dedo grueso y los del extensor común de los dedos,
penetrando por fuerza entre los huesos calcáneo y cuboides y el astrágalo y escafoides por
dentro. Los cuatro huesos quedaron hábilmente separados y el clavo se dirigió hacia atrás y
hacia abajo, quedando más cerca del talón que de los dedos.)
En esta ocasión, a pesar de la destreza del verdugo, la punta o las aristas del clavo
desplazaron o aplastaron algunos de los ramales de las arterias digitales o de la vena safena
externa, causando una hemorragia que me atemorizó. La sangre brotó a borbotones, anegando
materialmente el metro escaso existente entre el citado pie derecho y el suelo del Gólgota. Es
de suponer que aquel destrozo pudo afectar también al nervio tibial anterior, lacerando pierna y
muslo, y provocando un insoportable dolor reflejo en las ramificaciones y de los nervios
denominados plexo sacro y lumbar, en pleno vientre.
A pesar de los horribles dolores, el Galileo siguió consciente. ¡No podía explicármelo!
El enclavamiento del pie derecho, aunque parezca mentira, alivió el ritmo respiratorio del
Nazareno, al menos durante los primeros minutos de su crucifixión. Al apoyar el peso del
cuerpo sobre el clavo, repartiendo así los puntos de sustentación, sus pulmones lograron
capturar un volumen mayor de aire, ventilando algo más los alvéolos. Pero, ¿a costa de qué
índice de sufrimiento se consiguió esta momentánea regularización respiratoria?
Aquella inspiración más profunda duró unas décimas de segundo. Casi instantáneamente, el
cuerpo del Galileo volvió a caer, hundiendo el diafragma y entrando en una nueva y angustiosa
fase de progresiva asfixia. Sus inhalaciones, siempre por la boca, se hicieron vertiginosas,
cortas y a todas luces insuficientes para llenar y ventilar los pulmones.
Algo más tranquilo, el verdugo situó el cuarto clavo sobre la zona delantera del pie izquierdo.
El golpe en los ligamentos posteriores de la rodilla, como dije, había hinchado y amoratado toda
la región donde se insertan el fémur, la tibia y el peroné. Y a pesar de la rigidez de dicha
pierna, el legionario la dobló violentamente, haciendo chasquear las masas óseas.
El clavo entró sin problemas, resaltando -como en el caso del pie derecho- entre cinco y seis
centímetros por encima del dorso. La sangre fluyó en menor cantidad, bien porque el metal no
llegó a tocar vasos importantes o porque, sencillamente, la volemia del Nazareno había
descendido notablemente.
La pierna izquierda había quedado flexionada, formando con el palo vertical un ángulo de
unos 120 grados y abierta hacia la izquierda de la cruz,
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