Caballo de Troya
J. J. Benítez
El cuerpo del Galileo se despegó finalmente de la roca y ahí dio comienzo la demoledora
«cuenta atrás» hacia una escalofriante agonía.
Al perder el apoyo de sus pies, los brazos del gigante se tensaron y los crujidos de sus
huesos se unieron durante algunos segundos al chirriar de la maroma sobre la horquilla del palo
vertical.
Al momento, las clavículas, esternón y costillas se dibujaron bajo la piel y regueros de
sangre, mientras los músculos pectorales, de los hombros, cuello y brazos se esculpían
embravecidos, a un paso de la dislocación. Pero la fortaleza de aquellos paquetes musculares
era aún grande y evitaron la luxación de los hombros y codos. Las fibras de los antebrazos,
especialmente los músculos extensores de las manos y de los dedos, se afilaron como sables y
cerré los ojos, temiendo que saltaran en alguno de aquellos tirones.
Jesús colgaba ya a medio metro del suelo. La fuerza de la gravedad hizo que, desde el primer
momento de la suspensión absoluta, los brazos girasen y, arrastrados por el peso del cuerpo,
se deslizaron hasta formar un ángulo de unos 65 grados con la stipe1.
El formidable peso que soportó el Nazareno en cada una de las grietas de las muñecas, unido
al desbocamiento de las heridas y a la suprema tensión de los ligamentos de hombros y codos
tuvo que multiplicar sus dolores (suponiendo que le quedara capacidad para ello) hasta el
enloquecimiento.
En varias ocasiones, acorralado por el sufrimiento, echó la cabeza atrás, buscando aire y,
sobre todo, un punto de apoyo. Pero esos puntos sólo podía encontrarlos en un lugar. Mejor
dicho, en dos: en los clavos que le atravesaban los carpos. Pero, ¿cómo elevarse sobre unas
piezas de metal, estando suspendido?
Las púas, en cada retroceso del cráneo, se incrustaban más y más en la región occipital,
haciendo desistir al Maestro. Estas sucesivas derrotas por ganar unos gramos de oxígeno
fueron transformando su respiración en un desacompasado y agitado tableteo del tórax, cada
vez menos efectivo. El fantasma de la asfixia había empezado a planear sobre el Hijo del
Hombre...
«¡Ey!... ¡ey!»
Cuando los soldados detuvieron el pesado avance de la cuerda, el cuerpo de Jesús se
balanceaba a unos 90 o 100 centímetros de tierra. Sus pies, chorreando sangre, palparon la
corteza del tronco vertical y se pegaron a él desesperadamente. Pero las hemorragias le
hicieron resbalar una y otra vez. Y en cuestión de minutos, la cara frontal del árbol se tiñó de
rojo, impregnada desde la zona de los omoplatos hasta los talones.
El legionario situado en el extremo superior de la súpe apretó los dientes y comenzó a jalar
de la lazada central. Pero el patibulum no se movió un solo centímetro. El peso del madero y
del reo (algo más de 110 kilos) era excesivo para el agotado infante. El centurión y Arsenius,
casi al unísono, le gritaron para que forzara el izado final. Fue inútil. El romano, jadeante, hizo
una señal de impotencia con su mano derecha, dejándose caer sobre la horquilla de la stipe.
Miré a Jesús y conté la frecuencia respiratoria: ¡Treinta y cinco cortísimas inspiraciones por
minuto! Las puntas de sus dedos habían empezado a tomar una coloración azulada. La cianosis
o deficiente oxigenación de la sangre había hecho acto de presencia. Examiné alarmado sus
labios. Pero la hipoxia (disminución de la cantidad normal de oxígeno en sangre) no se
manifestaba aún en la mucosa labial ni en las orejas.
El bombeo del cansado corazón del Maestro aumentó su ritmo, pero dudo que fuera
suficiente para irrigar las partes más periféricas del 7VW'