Caballo de Troya
J. J. Benítez
Es posible que la señorita interpretara aquel agradecimiento y mí larga sonrisa como un
sentimiento lógico al poder ubicar tan rápidamente a la persona que buscaba. Pero los tiros
iban en otra dirección...
Mientras caminaba hacia el punto indicado en el plano, mi excitación fue en aumento. El
hecho de que la computadora de Arlington hubiera respondido afirmativamente -declarando que
allí, en efecto, había sido sepultado el «hermano» del mayor-, me había hecho vibrar de
emoción, olvidando momentáneamente mis pasados sinsabores.
En el cruce de L'Enfant Drive con el Lincoln Drive me detuve. Si las indicaciones de la
funcionaria no estaban equivocadas, debía encontrarme a poco más de 300 metros de la
sepultura. Al repasar el mapa advertí otro detalle que precipitó mi alegría: ¡las coordenadas 44
y W confluían matemáticamente en aquella área de la sección 43! Esto despejaba la primera
parte de la cuarta frase de la clave del mayor: El hermano duerme en 44-W.
El pequeño sendero asfaltado me condujo hasta una pradera en la que se alineaban cientos
de lápidas blancas, de apenas medio metro de altura. Consulté el número de la tumba y, tras
varios paseos por el cuidado césped, el nombre y apellidos del también oficial de la USAF
surgieron ante mí casi como un milagro.
Una pequeña cruz encerrada en un circulo, había sido grabada -como en el resto de las
sepulturas de Arlington-, en la parte superior de la piedra. Debajo, la identidad del fallecido, su
graduación, el Ejército al que había pertenecido y las fechas de su nacimiento y muerte,
respectivamente. Eso era todo.
Sentí una mezcla de rabia y tristeza. Aquel hombre, al igual que mi viejo amigo, el mayor,
había sido inhumado sin una sola alusión a la fascinante misión que había llevado a cabo en
vida. Y lo peor es que su propio país -al menos los servicios de Inteligencia- estaba empeñado
en que dicho «viaje» siguiera clasificado como «secreto y confidencial»...
En el horizonte, difuminado entre el verde, el amarillo y el rojo de los árboles del Cementerio
Nacional, el blanco monolito erigido a la memoria del primer presidente de los Estados Unidos
señalaba paradójicamente a los cielos...
Me arrodillé y juré que lucharía hasta el final. Nada ni nadie me detendría ante aquel
compromiso de difundir el legado de aquellos hombres.
A las cuatro y media, después de fotografiar la lápida, y cuando me disponía a retirarme,
una sombra me sobresaltó. Parte de la inscripción había empezado a oscurecerse. Levanté la
vista y reparé en un arbolillo. ¡Era un níspero!
La sombra del níspero -recordé la última parte de la cuarta frase del mensaje del mayor- le
cubre al atardecer.
Quedé absorto, contemplando cómo la cimbreante sombra de aquel humilde compañero de
soledad iba robando la luz de la piedra, segundo a segundo. Al observar la pradera caí en la
cuenta que aquél era el único árbol que crecía junto a esta sección del camposanto. Ya no había
duda: la clave estaba resuelta.
Recogí algunas de las níspolas que habían caído sobre el césped y las guardé en mi bolsa.
Por último, corté una pequeña rama y la deposité al píe de la lápida.
Poco a poco, con un sol moribundo a mis espaldas, fui alejándome de aquel lugar. No he
vuelto a ver el frágil níspero de hojas verdes y diminutas que acompaña al héroe
norteamericano, pero ambos sabemos que aquella tarde, parte de mi corazón quedó en
Arlington.
En mi plan original de fuga yo no había previsto, ni mucho menos, que el regreso fuese
precisamente por la puerta principal del hotel. Ahora que lo pienso con una cierta perspectiva,
de haber sabido entonces que no existía posibilidad de acceso desde la callejuela posterior a la
escalera de incendios, lo más seguro es que no me hubiera jugado el todo por el todo por
aquella innecesaria comprobación en el Cementerio Nacional de Arlington. Pero ya no podía
echarme atrás. Soy hombre que acepta los riesgos y, además, encantado.
El crepúsculo había empezado a adormilar los colores de la gran ciudad cuando el taxi se
detuvo frente a la puerta giratoria de mi hotel. Mientras abonaba la carrera, respiré aliviado al
reconocer frente a mí, a una veintena de pasos, el turismo de mis perseverantes guardianes. O
mucho me equivocaba, o aquellos individuos me creían durmiendo a pierna suelta. Pronto iba a
comprobarlo...
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