Caballo de Troya
J. J. Benítez
El hombre pareció conforme y desapareció corredor adelante, mientras yo volvía a colgar el
cartel de No molesten.
Me vestí en segundos, pellizqué uno de los panecillos y cargué con la bolsa de las cámaras,
en cuyo fondo había depositado los cartuchos de cartón y la carta del mayor. Mi reloj señalaba
las 14.45.
Tras asegurarme que la puerta de mi habitación quedaba perfectamente cerrada, guardé la
llave y, como un fantasma, salvé los treinta pasos escasos que me separaban de la salida de
urgencia. Al cerrarla tras de mí dediqué unos segundos a una exhaustiva exploración de la calle
y de los tramos que debía descender. Todo se hallaba tranquilo.
Sin perder un minuto más, me precipité escaleras abajo, procurando pisar con las puntas de
las botas. Al alcanzar el penúltimo descansillo me detuve. El corazón no me cabía en el pecho...
Lancé una ojeada y, tras comprobar que el camino seguía expedito, continué con un exceso de
optimismo. Y hago esta observación porque, al encararme con los últimos peldaños, a punto
estuve de romperme la crisma. Yo no había contado con un pequeño-gran obstáculo: la
escalera de incendios moría a una considerable altura sobre el suelo.
Me asomé y comprendí con angustia que, sí pretendía mantener mi fuga, primero debería
saltar aquellos dos o tres metros. (La verdad es que nunca supe con certeza a qué distancia me
hallaba del pavimento.) Tenía que actuar con rapidez: o regresaba a la sexta planta o me
lanzaba. Mi posición al final de aquella escalera de incendios era francamente comprometida.
Cualquier viandante que acertara a pasar en aquellos instantes podía descubrirme.
Tragué saliva y pegué la bolsa a mi vientre, rodeándola con ambos brazos. Después, en un
acto de pura inconsciencia, salté.
A pesar de la flexión de piernas, el golpe fue respetable. En mi afán por proteger el equipo
fotográfico, me incliné en exceso hacia un costado, rodando cuan largo soy por el duro
cemento.
Pocas veces me he incorporado a tanta velocidad. Mi única preocupación -la verdad sea
dicha era que alguien hubiera podido verme saltar. Pero la fortuna parecía aún de mi lado. La
callejuela seguía solitaria. Limpié la zamarra con un par de palmetazos y salí pitando hacia el
cruce que se adivinaba al fondo. Si todo funcionaba como yo deseaba, al otro lado de la
manzana y en dirección opuesta a la que yo había tomado, debería continuar el turismo del FBI.
Veinte minutos más tarde -cuando mi reloj estab