Caballo de Troya
J. J. Benítez
Antes de cerrar la puerta de mi habitación volví a colgar el anuncio de No molesten y eché la
cadena de seguridad. Las rodillas empezaron entonces a temblarme y tuve que dejarme caer
sobre la cama. Supongo que mi perturbación se debía en parte a aquella -digamos- «delicada»
visita y, sobre todo, a lo que contenía aquel primer cilindro.
No sé el tiempo que permanecí tumbado en la cama, con la vista perdida en la penumbra de
mi habitación. Una cosa sí estaba clara en todo aquel embrollo: ahora más que nunca tendría
que actuar con pies de plomo. Si el FBI había tomado cartas en el negocio era porque,
lógicamente, estaba al corriente del «gran viaje» que habían realizado el mayor y su
«hermano». No hacía falta ser un águila para percibir que los servicios de Inteligencia
norteamericanos no estaban dispuestos a que aquella información secreta se filtrara a la
prensa.
De momento, la exquisita prudencia del mayor me había proporcionado una cierta ventaja. Y
estaba dispuesto a utilizarla, naturalmente. Si el FBI y el Departamento de Estado -que sabían
muy bien del fallecimiento de los dos veteranos de la USAF-, seguían creyendo que yo sólo
trataba de localizar al «amigo» del mayor, quizá mi salida del país fuera más fácil de lo
previsto. Esta, en síntesis, fue la resolución más importante que terminé por adoptar en aquel
mediodía del jueves 5 de noviembre de 1981: volver a España de inmediato... y con mi tesoro,
por supuesto.
Salté de la cama y me dispuse a poner en práctica la última fase de mi plan: la visita al
Cementerio Nacional de Arlington. Aunque, repito, la confirmación de la muerte del compañero
y «hermano» de mi amigo no revestía ya una especial importancia, en mí fuero interno
necesitaba cerrar aquel misterioso círculo que constituía la clave.
Preparé las cámaras y consulté mi reloj. Eran las dos de la tarde. Aún me restaban otras tres
horas para que el camposanto cerrara sus puertas al público.
Pero, cuando me disponía a abandonar la habitación, un elemental sentido de la prudencia
me obligó a asomarme a la ventana. Por un momento no reaccioné. Aparcado junto a la acera
de la fachada del hotel, en el mismo lugar en que yo lo había visto a eso de las 13.30 horas,
seguía el turismo de color azul metalizado de los agentes que me habían visitado.
Instintivamente me eché atrás y cerré la ventana. No podía tratarse de una casualidad. Aquél
era el vehículo del FBI. Estaba claro que había subestimado a los agentes...
«Si me arriesgo a salir ahora -reflexioné, buscando una solución-, ¿qué puede ocurrir?»
Cabía la nada fantástica posibilidad de que fuera discretamente seguido, o lo que podía ser
mucho peor, que aprovecharan mi ausencia para registrar la habitación. Esta última idea me
llenó de espanto. ¿Qué podía hacer?
Tampoco me resignaba a permanecer enclaustrado entre aquellas cuatro paredes...
De pronto me vino a la memoria la escalera de incendios.
«Sí -me dije a mí mismo, tratando de animarme- ahí puede estar la salida.»
Prendí la televisión y, procurando hacer el menor ruido posible, abrí lentamente la puerta. El
pasillo aparecía desierto. Rápidamente me situé al fondo del corredor, frente a la salida de
emergencia. A diferencia de lo que suele ocurrir con los hoteles españoles, los norteamericanos
procuran que estas puertas permanezcan permanentemente abiertas. Al asomarme al exterior,
desde la plataforma metálica o descansillo que une la escalera con la sexta planta en la que me
encontraba, comprobé que aquella salida conducía directamente a una calle estrecha y poco
transitada. En las inmediaciones no había un solo vehículo. Eso me tranquilizó.
A los pocos minutos cerraba de nuevo la puerta de mi habitación y me preparé para la fuga.
Lo más importante era no levantar sospechas. Así que, siguiendo un metódico plan, telefoneé al
room service y solicité un frugal almuerzo. A continuación me desnudé, enfundándome el
pijama. Marqué el número de conserjería y adoptando un tono lento y cansino, le expliqué al
empleado de turno que estaba muy fatigado y que deseaba dormir. Por último, y tras insistir en
que no me pasara ninguna llamada, le rogué que me despertara a las seis y media de la tarde.
Si, como yo sospechaba, los responsables del hotel tenían órdenes de vigilar y comunicar mis
entradas y salidas, ésta podía ser una buena coartada.
A los quince minutos, un camarero llamaba a la puerta. Empujó el carrito con la comida y,
tras depositar en su mano una sustanciosa propina, le anuncié que no se molestara en regresar
para recoger la pequeña mesa rodante.
«Yo mismo la sacaré al pasillo cuando me despierte», remaché.
28