Caballo de Troya
J. J. Benítez
-En ese caso, nos gustaría saber por qué tiene usted ese interés por la familia del mayor.
Mi cerebro, despierto a causa -digo yo- del miedo, fue buscando las respuestas con una
frialdad que aún me asusta.
-Bueno, es una vieja historia. Conocí al mayor en uno de mis viajes a México y entablé con él
una sincera amistad. Nos escribimos y hace unas semanas -mentí- al visitar nuevamente aquel
país, supe que había fallecido.
Sin pestañear, sostuve la desconcertada mirada del yanqui. Quizá esperaba otra versión y, al
comprobar que le decía la verdad (cuando menos, parte de la verdad), se mostró indeciso. Ese
fue su primer error.
Antes de que acertara a formular una nueva pregunta, aproveché aquellos segundos y tomé
la iniciativa:
-Ustedes sabrán también que yo soy investigador y escritor del fenómeno ovni...
El agente sonrió.
-En cierta ocasión -seguí improvisando- el mayor me dio a entender que sabía de cierta
información... relacionada con este tema. Y me dio el nombre de un compañero que reside en
los Estados Unidos... Él me daría los datos, siempre y cuando yo supiera esperar a que
falleciera el mayor...
Mi interlocutor, tal y como yo deseaba, mordió el anzuelo.
-¿Puede decirnos el nombre de esa persona?
Fingí una cierta resistencia y añadí:
-La verdad es que no me gustaría perjudicar a nadie...
-No se preocupe...
-Está bien. No tengo inconveniente en darles el nombre de esa persona que busco, siempre
y cuando ustedes me mantengan al margen y respondan a una pregunta...
Los dos personajes cruzaron una mirada de complicidad y el funcionario del Departamento
de Estado, que no había abierto la boca hasta ese momento, preguntó a su vez:
-¿De qué se trata?
-¿Podrían ustedes proporcionarme una pista sobre algún familiar del mayor o sobre ese
amigo al que trato de localizar?
Antes de que su compañero tuviera tiempo de responder el agente del FBI intervino de
nuevo:
-Trato hecho. Díganos: ¿cómo se llama esa persona con la que usted debe contactar?
Al tomar nota del nombre y primer apellido del «hermano de viaje» del mayor, el agente,
titubeó y cruzó una nueva y fugaz mirada con su acompañante. Ese fue su segundo error.
Aquella casi imperceptible vacilación terminó por alertarme. En ese instante -por primera
vez- comencé a tomar conciencia de que me había aventurado en un asunto sumamente
peligroso. Aquellos individuos -eso saltaba a la vista- sabían mucho más de lo que decían. Pero
lo peor no era eso. Lo dramático es que -por esas casualidades del destino- tenía en mi poder
una información que empezaba a quemarme entre las manos y por la que los servicios de
Inteligencia de los Estados Unidos hubieran sido capaces de todo.
-¿Y qué hay de esa pista? -presioné con fingido aire de satisfacción.
El agente del FBI guardó silencio y, tras escribir algo en una de las hojas de su libreta, la
arrancó, poniéndola en mis manos.
-Es todo lo que podemos decirle -masculló con desgana-. Creemos que se trata de uno de
los parientes del mayor...
En el papel pude leer el nombre de la ciudad de Nueva York y dos apellidos.
Simulé una cierta contrariedad.
-Pero, ¿no pueden decirme algo más?
Los individuos se pusieron en pie y, tras desearme suerte, se alejaron hacia la puerta de
salida. Sin quererlo, aquellos «gorilas» me habían brindado la mejor de las excusas para salir
de Washington a toda prisa.
Antes de regresar a mi habitación tuve el acierto de asomarme disimuladamente por la
puerta giratoria del hotel y ver cómo los agentes se introducían en un coche azul metalizado,
aparcado a veinte o treinta metros de donde me encontraba. Me interné de inmediato en el
hall, dirigiéndome hacia el ascensor y notando sobre mí el peso de la curiosa mirada del
recepcionista.
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