Caballo de Troya
J. J. Benítez
que habían sido mecanografiados a un solo espacio y en lo que nosotros conocemos como papel
biblia. Cada folio (de 20 X 31 centímetros), hasta un total de 250, había sido firmado y
rubricado en la esquina inferior izquierda por el mayor. Era la misma letra -y yo diría que la
misma tinta- que figuraba al pie de la misiva que había retirado del apartado de correos
número 21 y que acababa de abrir.
El texto, en inglés, me arrebató desde el momento en que fijé mis ojos en él. Y creo que no
hubiera podido despegarme de su lectura, de no haber sido por aquella inesperada llamada
telefónica...
Hacia las 13 horas, como digo, el teléfono de mi habitación me devolvió a la cruda realidad.
-¿Señor Benítez...?
-Soy yo... Dígame.
-Dos señores preguntan por usted... Están aquí...
-¿Dos señores? -pregunté a mí vez, desconcertado ante la súbita visita-. ¿Quiénes son?
-Un momento -dudó el empleado del hotel-, no lo sé...
¿Quién podía tener interés en verme? Es más -pensé con un extraño presentimiento-, ¿quién
sabe que estoy en Washington?
-Uno de ellos -me anunció el recepcionista a los pocos segundos- afirma ser del FBI...
-¡Ah! -exclamé con un hilo de voz-. Bueno..., ahora mismo bajo...
Todo había sido tan rápido e imprevisto que, al poco de colgar el auricular, comencé a
palidecer. No era lógico ni normal que el FBI se interesara por mí. ¿Qué podía haber ocurrido?
¿En qué nuevo lío me había metido?
De pronto recordé. Días atrás yo había cometido la torpeza de interesarme cerca de la
Embajada Española y del Pentágono por los posibles familiares del mayor. Mientras recogía
precipitadamente los cilindros y el sobre, ocultándolos en el fondo de la bolsa de mis cámaras,
un torbellino de temores, hipótesis y contrahipótesis embarullaron aún más mi cerebro.
Con la llave de mi habitación entre las manos y muerto de miedo, me presenté en el hall.
Dos individuos de fuerte complexión y pulcramente trajeados se levantaron de los butacones
situados frente a la puerta del ascensor. No tuve oportunidad siquiera de aproximarme al
mostrador de recepción y preguntar por mis insólitos visitantes.
Con una sonrisa un tanto forzada, uno de ellos me salió al paso extendiendo su mano.
-¿El señor Benítez?
Al presentarme, el que había estrechado mi mano en primer lugar y que parecía llevar la voz
cantante, me invitó a sentarme con ellos.
No se preocupe -anunció con un evidente deseo de tranquilizarme-, se trata de una simple
rutina...
Yo también me esforcé en sonreír, al tiempo que les rogaba que se identificaran.
-Por teléfono -añadí- me han dicho que uno de ustedes es agente del FBI. ¿Podría ver sus
credenciales?
Instantáneamente, y como si aquella petición mía formara parte de un ceremonial
igualmente rutinario y habitual, ambos sacaron del interior de sus chaquetas sendas carteras de
plástico negro. En la primera -perteneciente al que me había identificado nada más verme en el
hall- pude leer, con caracteres que destacaban sobre el resto, las palabras Federal Bureau of
Investigation. Aquello, en efecto, correspondía a las famosas siglas FBI u Oficina Federal de
Investigación.
En la segunda credencial -que no fue retirada de mi vista con tanta rapidez como la del
agente del FBI- pude leer, en cambio, lo siguiente: Departamento de Estado. Oficina de Prensa
y algo así como una dirección: 22 01 «C» Street... (Washington D.C.) y un número que
empezaba por (202) 632….
-Muchas gracias -repuse con más miedo, si cabe-. Ustedes dirán...
-Sabemos quién es usted y conocemos igualmente su condición de periodista español replicó el miembro del FBI, al tiempo que abría una pequeña libreta y rechazaba amablemente
uno de mis cigarrillos-, y se nos ha comunicado que el pasado martes, a las 11.15 de la
mañana, usted se interesó por los posibles parientes del mayor...
«¡Joder qué tíos! -pensé-. ¡Vaya servicio de información!»
Pues bien -prosiguió el agente, indicándome las notas que aparecían en su block-, en primer
lugar queríamos averiguar si estos datos son correctos.
-Efectivamente. Lo son...
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