Caballo de Troya
J. J. Benítez
La pierna izquierda, inflamada a la altura de la rodilla, había quedado doblada. Pero el
encargado de la cadena se preocupó de estirarla, abajándola con un seco palmetazo sobre la
rótula. El Galileo acusó el dolor, abriendo la boca. Pero no emitió gemido alguno. Longino, en su
rutinario puesto -junto a la vencida cabeza del reo, que tocaba la roca con sus cabellos- se
preparó, apuntando con el asta del pilum hacia la frente de Jesús.
Los ayudantes del verdugo principal tensaron los brazos y el que se hallaba sobre la punta
izquierda del tronco, desenvainando la espada, aplastó la hoja sobre los cuatro dedos largos del
Maestro. Aquella «novedad», al parecer, facilitaba la labor de fijación de la extremidad superior
al patibulum. Si el prisionero intentaba forcejear, al aferrarse al filo se hubiera cortado
irremisiblemente. El grado de crueldad y pericia de aquellos legionarios parecía no tener
límites...
Los numerosos regueros de sangre que bañaban los gruesos antebrazos del Nazareno
dificultaron en cierta medida la exploración de los vasos. Finalmente, el verdugo pareció
distinguir las líneas azuladas de las arterias y venas, señalando el punto escogido para la
perforación.
Antes de levantar la vista hacia el centurión, el soldado que se disponía a martillear el clavo sumamente extrañado ante la docilidad del «rey de los judíos»- miró a sus compañeros,
rubricando su sorpresa con un significativo levantamiento de cejas. Los otros, igualmente
atónitos, respondieron con idéntica mueca.
Longino, cansado de sostener la lanza, había bajado el arma, autorizando el primer golpe
con otro leve movimiento de cabeza.
Y el verdugo, sosteniendo el clavo totalmente perpendicular en el centro de la muñeca (a la
altura del conglomerado de huesecillos del carpo), lanzó el mazo sobre la redonda cabeza. La
punta, algo roma, se perdió al instante en el interior de los tejidos. La piel que rodeaba el metal
estalló como una flor, brotando al instante una densa corona de sangre.
La punta del clavo, al abrirse paso entre los tendones, huesos y vasos, debió rozar el nervio
mediano, uno de los más sensibles del cuerpo, provocando una descarga dolorosa difícil de
comprender.
Instantáneamente, los brazos se contrajeron y la cabeza de Jesús se disparó hacia lo alto,
permaneciendo tensa y oscilante, paralela al suelo. Los dientes, apretados durante escasos
segundos, se abrieron y el reo, cuando todos esperábamos un lógico y agudo chillido, se limitó
a inhalar aire con una respiración corta y anhelante.
Los legionarios, que esperaban una reacción violenta, no salían de su asombro.
Al fin, derrotado por el dolor, el Maestro dejó caer su cabeza hacia atrás, golpeándose con la
roca. Todos creímos que había perdido la conciencia. Pero, a los pocos segundos, abrió su ojo
derecho, acelerando el ritmo respiratorio.
¡Cómo no me había dado cuenta mucho antes! Jesús sólo tomaba aire por la boca. Aquello
me hizo sospechar que su tabique debía presentar alguna complicación -fruto de los golpes-,
dificultando la inspiración por vía nasal.
El verdugo cambió de posición, inclinándose esta vez frente al brazo derecho. Pero esta
segunda perforación iba a presentar complicaciones...
La sangre había empezado a brotar con extrema lentitud, formando un brazalete rojizo
alrededor de la muñeca izquierda del Nazareno. Evidentemente, el clavo estaba sirviendo como
tapón, dando lugar a la hemostasis o estancamiento del derrame sanguíneo. Pero la escasa
hemorragia constituía un arma de doble filo. Los médicos saben que, en estas situaciones, el
dolor aumenta.
Arsenius y el oficial se miraron, sin comprender la ausencia de gritos y del pataleo clásico de
todo hombre que se sabe al borde de la muerte. Por el contrario, aquel reo, lejos de ocasionar
problemas, había empezado a despertar una profunda admiración en Longino y en su
lugarteniente. El contraste con aquel «zelota» que colgaba de la cruz y que desgarraba el aire
con sus berridos y juramentos era tan extraordinario que el oficial, al caer en la cuenta que aún
sostenía entre sus manos la lanza, la arrojó violentamente contra la base de las cruces,
súbitamente indignado consigo mismo.
El segundo mazazo fue tan preciso como el primero. El clavo se inclinó igualmente,
apuntando con su cabeza hacia los dedos del Maestro. Pero, en lugar de penetrar en la madera
del patibulum, siguiendo la dirección del codo, la pieza apenas si arañó el tronco.
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