Test Drive | Page 293

Caballo de Troya J. J. Benítez mismas hebreas, con paso presuroso, se dirigieron hacia el Maestro. Al despegarse del resto de sus compañeras, justo detrás de las encargadas de la bebida, había aparecido el joven Juan Marcos. Ignoro cómo pudo llegar hasta allí pero, antes de que cometiera alguna locura, le hice señas para que se acercara. Las judías colmaron por segunda vez la taza de madera, ofreciendo a Jesús el apestoso líquido. El Nazareno levantó la cabeza y miró a las mujeres. Estas, extrañadas por el silencio del reo, hicieron un ligero movimiento con el cuenco, animándole para que bebiera. Pero el encorvado gigante no se decidía. Sus manos no se habían movido de sus genitales. Y respetando el pudor del Galileo, la que sostenía el brebaje lo situó entre sus labios, inclinando el recipiente de forma que pudiera apurarlo sin necesidad de utilizar las manos. El Maestro entreabrió la boca, probando apenas el mejunje. Nada más gustarlo y percatarse de su naturaleza, Jesús retiró la cara, negando con la cabeza. La actitud del prisionero dejó atónitas a las hebreas y al centurión. Aquéllas miraron a Longino y éste volvió a encogerse de hombros, dando por finalizado el asunto. Al verme, el rostro de Juan Marcos se iluminó. Cruzó a la carrera los escasos metros que le separaban de mí, abrazándome. Tenía las mejillas marcadas por sendos churretes, señal inequívoca de su llanto. El pequeño, gimoteando y con un ataque de hipo, me rogó que salvara a su Maestro. No pude hacer otra cosa que sonreírle. ¿Cómo podía explicarle quién era y en qué consistía mi misión? No voy a ocultarlo pero, a lo largo de aquel viernes, llegué a pensar en esa posibilidad. ¿Qué hubiera sucedido si, en mitad de aquel promontorio, yo hubiera dado la orden a Eliseo de movilizar el módulo y de que pusiera rumbo al Gólgota? Hubiera sido sencillísimo descender sobre la roca y arrebatar al Galileo de las garras de aquella patrulla. Pero éstos sólo fueron sueños imposibles... Antes de que los legionarios llamaran la atención del muchacho me las arreglé para persuadirle de que se alejara de allí, responsabilizándole de un trabajo que -pocas horas después- resultaría altamente importante para mí. Juan Marcos no lo entendió, pero obedeció. El optio, alertado por uno de los soldados que montaba guardia alrededor del patíbulo, se acercó hasta nosotros, aconsejándome con cortesía pero con una firmeza que no dejaba lugar a dudas que echara de allí al niño. No fue necesario que lo repitiera. Juan Marcos se escabulló, mezclándose entre las mujeres que descendían ya del Gólgota. Al poco le vi junto a Judas Iscariote, tal y como yo le había pedido. Aquel gesto de Jesús, rechazando el aguardiente bilioso me desconcertó. Al abrir la boca, su lengua, con las mucosas secas como estropajo, estaba pregonando a gritos el angustioso suplicio de la deshidratación. Sus labios, agrietados como el casco de un viejo barco varado, debían soportar una sed sofocante. No pude entender que el Maestro volviera la cara ante el cuenco de vino. Si realmente lo hizo -como sospecho- para sostener al máximo su amenazada lucidez mental, sólo puedo descubrirme, por enésima vez, ante su coraje. -Es la hora -advirtió el centurión. Y sumiso, con sus manos ocultando los testículos, el Nazareno empezó a arrastrarse -más que caminar- en dirección a las cruces. Longino y otro legionario le escoltaron, tomándole por los brazos. Un sudor frío empezó a envolverme. El guerrillero que había sido clavado en primer lugar seguía aullando, convulsionándose a ratos. Pero los soldados no le prestaban la menor atención. Arrodillado frente al patibulum, el verdugo responsable del enclavamiento esperaba con uno de aquellos terroríficos clavos de herrero en su mano derecha. Era prácticamente similar a los utilizados anteriormente: de unos veinte centímetros