Caballo de Troya
J. J. Benítez
mismas hebreas, con paso presuroso, se dirigieron hacia el Maestro. Al despegarse del resto de
sus compañeras, justo detrás de las encargadas de la bebida, había aparecido el joven Juan
Marcos. Ignoro cómo pudo llegar hasta allí pero, antes de que cometiera alguna locura, le hice
señas para que se acercara.
Las judías colmaron por segunda vez la taza de madera, ofreciendo a Jesús el apestoso
líquido. El Nazareno levantó la cabeza y miró a las mujeres. Estas, extrañadas por el silencio
del reo, hicieron un ligero movimiento con el cuenco, animándole para que bebiera. Pero el
encorvado gigante no se decidía. Sus manos no se habían movido de sus genitales. Y
respetando el pudor del Galileo, la que sostenía el brebaje lo situó entre sus labios, inclinando
el recipiente de forma que pudiera apurarlo sin necesidad de utilizar las manos. El Maestro
entreabrió la boca, probando apenas el mejunje. Nada más gustarlo y percatarse de su
naturaleza, Jesús retiró la cara, negando con la cabeza. La actitud del prisionero dejó atónitas a
las hebreas y al centurión. Aquéllas miraron a Longino y éste volvió a encogerse de hombros,
dando por finalizado el asunto.
Al verme, el rostro de Juan Marcos se iluminó. Cruzó a la carrera los escasos metros que le
separaban de mí, abrazándome. Tenía las mejillas marcadas por sendos churretes, señal
inequívoca de su llanto. El pequeño, gimoteando y con un ataque de hipo, me rogó que salvara
a su Maestro. No pude hacer otra cosa que sonreírle. ¿Cómo podía explicarle quién era y en qué
consistía mi misión? No voy a ocultarlo pero, a lo largo de aquel viernes, llegué a pensar en esa
posibilidad. ¿Qué hubiera sucedido si, en mitad de aquel promontorio, yo hubiera dado la orden
a Eliseo de movilizar el módulo y de que pusiera rumbo al Gólgota? Hubiera sido sencillísimo
descender sobre la roca y arrebatar al Galileo de las garras de aquella patrulla. Pero éstos sólo
fueron sueños imposibles...
Antes de que los legionarios llamaran la atención del muchacho
me las arreglé para persuadirle de que se alejara de allí, responsabilizándole de un trabajo
que -pocas horas después- resultaría altamente importante para mí. Juan Marcos no lo
entendió, pero obedeció. El optio, alertado por uno de los soldados que montaba guardia
alrededor del patíbulo, se acercó hasta nosotros, aconsejándome con cortesía pero con una
firmeza que no dejaba lugar a dudas que echara de allí al niño. No fue necesario que lo
repitiera. Juan Marcos se escabulló, mezclándose entre las mujeres que descendían ya del
Gólgota. Al poco le vi junto a Judas Iscariote, tal y como yo le había pedido.
Aquel gesto de Jesús, rechazando el aguardiente bilioso me desconcertó. Al abrir la boca, su
lengua, con las mucosas secas como estropajo, estaba pregonando a gritos el angustioso
suplicio de la deshidratación. Sus labios, agrietados como el casco de un viejo barco varado,
debían soportar una sed sofocante. No pude entender que el Maestro volviera la cara ante el
cuenco de vino. Si realmente lo hizo -como sospecho- para sostener al máximo su amenazada
lucidez mental, sólo puedo descubrirme, por enésima vez, ante su coraje.
-Es la hora -advirtió el centurión.
Y sumiso, con sus manos ocultando los testículos, el Nazareno empezó a arrastrarse -más
que caminar- en dirección a las cruces. Longino y otro legionario le escoltaron, tomándole por
los brazos.
Un sudor frío empezó a envolverme. El guerrillero que había sido clavado en primer lugar
seguía aullando, convulsionándose a ratos. Pero los soldados no le prestaban la menor
atención. Arrodillado frente al patibulum, el verdugo responsable del enclavamiento esperaba
con uno de aquellos terroríficos clavos de herrero en su mano derecha. Era prácticamente
similar a los utilizados anteriormente: de unos veinte centímetros