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Caballo de Troya J. J. Benítez hinchazón. La derecha, aunque menos deformada, se hallaba abierta en la cara anterior de la rótula, con desgarros múltiples y pérdida del tejido celular subcutáneo, pudiendo apreciarse incluso, parte del periostio del hueso. Era incomprensible cómo aquel ser humano había conseguido caminar y arrastrarse sobre sus rodillas hasta la muralla. Las fuerzas -lo confiesoempezaron a fallarme de nuevo. Pero aquel martirio no había empezado siquiera... El crujido de la túnica al ser despegada del tronco de Jesús me hizo palidecer. El legionario, al comprobar que el tejido se hallaba pegado a las brechas, no lo dudó. Giró la cabeza y, sonriendo maliciosamente a sus compañeros, fue elevando la túnica con lentitud. El lino fue desgajándose de las heridas, arrastrando grandes plastones de sangre. Enrojecí de ira. Y me aferré a la «vara de Moisés» hasta casi estrujarla. Unas gruesas gotas de sudor empezaron a rodar por mis sienes y tuve que morder una de las mangas de mi manto para no saltar sobre aquellos sádicos. Al fin, cuando la túnica estuvo replegada a la altura de la cara del Nazareno, los soldados bajaron los brazos y la cabeza del rabí, retirando su última vestimenta. Y el Hijo del Hombre quedó totalmente desnudo, ligeramente inclinado y bañado por nuevas hemorragias. Al ver aquella espalda abrasada por los hematomas y desgarros, Longino quedó perplejo. El refinado desencolamiento de la túnica había abierto muchas de las heridas, haciendo estallar otra aparatosa sangría. A pesar de la indudable protección de los dos mantos y de la túnica, el madero había erosionado la zona superior de la espalda, ulcerando las áreas de la paletilla derecha y la piel situada sobre el paquete muscular izquierdo del «trapecio». En esta última región observé un abrasamiento de unos nueve por seis centímetros, con bordes irregulares y arrollamiento de la piel, producido posiblemente en alguna de las violentas caídas (quizás en la segunda, al desplomarse de espaldas en el túnel de la fortaleza Antonia). Los codos se hallaban también prácticamente destruidos por los golpes y caídas. En cuanto al antebrazo izquierdo, la fricción con la corteza del patibulum había deshilachado el plano muscular, con pérdida de sustancia y amplias áreas amoratadas. Pero la visión más terrorífica la ofrecían los costados. Las patadas habían reventado algunos de los hematomas y masacrado muchas de las fibras musculares vitales en la función respiratoria. La sangre corría de nuevo por aquella piltrafa humana, que, al ser desposeída de sus ropas, había empezado a tiritar, 7W6