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Caballo de Troya J. J. Benítez Nazaret. Mi corazón volvió a estremecerse al distinguir unas sarcásticas sonrisas en algunos de los rostros de los romanos. Eran las 13 horas... La súbita intervención de Eliseo me distrajo momentáneamente. El módulo detectaba el «ojo» del «siroco» a poco más de 15 minutos de Jerusalén. La velocidad de «haboob» había descendido ligeramente, pero el arrastre de arena era muy considerable, levantando lenguas de partículas hasta 2 000 y 2 500 metros del suelo. Para mi compañero, lo más preocupante de aquella tormenta seca era la posibilidad de que el viento arrastrase agentes biológicamente activos que podrían afectarme. Sinceramente, la advertencia de Eliseo no me preocupó. Mi corazón y mis cinco sentidos se hallaban a cuatro metros de mí mismo: en la figura de aquel hombre de 1,81 metros de estatura, ahora encorvado y maltrecho. El Maestro fue levantado sin más dilaciones. Le fue retirado el manto púrpura que aún conservaba sobre los hombros, ama