Caballo de Troya
J. J. Benítez
de las mencionadas vejigas. Después lo hacían evaporar al baño de maría, sin dejar de agitarlo.
De esta forma se obtenía el extracto deseado, que podía conservarse indefinidamente. Cuando
aquella piadosa « asociación »de mujeres recibía la noticia de una ejecución, vertían el extracto
de hiel de buey en un vino o aguardiente de elevada graduación alcohólica. La fulminante
acción metabólica de la bilis «liberaba» el alcohol del vino, provocando así en el reo una rápida
y notable embriaguez que embotaba su cerebro, aliviando en cierta medida sus sufrimientos y
enervando o debilitando sobre todo su consciencia.
Mateo, por tanto, fue el único acertado al relatar este pasaje evangélico. Marcos (15,23)
asegura que las mujeres dieron a probar a Jesús «vino con mirra». Esto es inexacto. Entre
otras razones, porque la mirra, por su naturaleza excitante, tónica y emenagoga,
probablemente hubiera actuado de forma contraria al fin deseado. (En aquel tiempo era
empleada generalmente como bálsamo, como pomada para ciertos tumores articulares, como
elemento dentífrico y, sobre todo, como perfume.)
Aquella hebrea puso la mano derecha sobre el cuenco de madera, procurando que el polvo y
la tierra arrastrados por el viento no contaminasen el vino. Miró a Longino y éste volvió a
señalar al prisionero, autorizándole a que se acercase. La mujer llegó hasta Dismas y le tendió
el brebaje. Acosado por el terror, el muchacho no reaccionó. Sus ojos, enrojecidos por el llanto,
se desviaron hacia el centurión, interrogándole con la mirada.
-¡Bebe! -le ordenó Longino.
Y el «zelota» alzó los brazos, asiendo el tazón. Pero sus convulsiones eran ya tan acusadas
que una parte del líquido se derramó. Al fin consiguió llevar el cuenco hasta sus labios,
apurando los 250 o 300 centímetros cúbicos que contenía.
Las hebreas se retiraron, incorporándose al resto del grupo y el reo fue conducido a
empellones frente a las dos stipes que quedaban libres en la primera hilera y a cuyos pies había
sido transportado el patibulum.
Dismas fue colocado de espaldas a los tres árboles y, mientras dos de los legionarios tiraban
de sus brazos hacía atrás, un tercero le zancadilleó, derribándole de espaldas. El centurión,
situado por detrás del reo, dispuso una lanza, dispuesto a golpear el cráneo del prisionero en
caso de necesidad. Levantó la contera del pilum y esperó.
Sin embargo, el terrorista apenas si ofreció resistencia. Aparentemente parecía haber
asumido su suerte. El miedo, además, había agarrotado sus músculos. Al reclinarlo sobre el
leño levantó la cabeza y con un hilo de voz empezó a clamar por su madre. Pero sus incesantes
llamadas desaparecieron cuando el verdugo le asestó el primer martillazo. Un chillido se elevó
desde la roca. Y la multitud acogió el nuevo enclavamiento con fuertes pitidos y protestas.
El prisionero, con los ojos desencajados y los músculos anteriores y posteriores del cuello
tensos como cuerdas de violín, se estremeció, dejando caer su cabeza por detrás del tronco. En
ese instante, un fuerte hedor fue arrastrado por el viento. El legionario que sujetaba los pies del
reo con la cadena estalló en mil imprecaciones e insultos contra el «zelota». Presa de un pánico
insuperable, los esfínteres del muchacho se habían abierto, dejando libres sus excrementos.
Al perforar su muñeca derecha, el joven perdió el sentido. Y los verdugos aprovecharon su
inconsciencia para acelerar su levantamiento sobre la stipe. Cuando se disponían a izar el
patibulum surgió una duda. ¿En cuál de los dos maderos libres debían crucificarlo? Los
legionarios preguntaron al oficial y éste se encogió de hombros. Fue el encargado de los clavos
quien aportó una solución, bien recibida por todos.
-Dejemos al «rey» en el centro... -comentó divertido.
Y así se hizo. Fue ésta la razón por la que los llamados «ladrones» quedaron a derecha e
izquierda del Maestro.
Cuando le tocó el turno al pie izquierdo del guerrillero, el verdugo lo atravesó de tal forma
que los dedos quedaron sobre uno de los brazos del sedile de hierro que, como dije, atravesaba
el árbol de parte a parte. Esta circunstancia proporcionaría a Dismas un cierto alivio a la hora
de luchar por unas más profundas bocanadas de aire. El pie derecho, en cambio, fue fijado algo
más bajo y sobre la cara frontal de la stipe. El segundo «brazo» del sedile -que quedaría
paralelo al patibulum, como en la cruz de Jesús- no fue utilizado. Es mi opinión que este
relativo «descanso» pudo influir decisivamente en este crucificado, hasta el punto que le
permitió una mejor oxigenación y, en consecuencia, una mayor claridad de ideas.
Concluida la crucifixión de Dismas, los soldados, sudorosos y manchados de sangre,
recuperaron la cuerda que había servido para el izado del reo y clavaron sus ojos en Jesús de
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