Caballo de Troya
J. J. Benítez
El dolor tuvo que ser tan insoportable que el infeliz reaccionó, recobrando el sentido. Sus
ojos querían salirse de las órbitas. Pero lo forzado de la posición había bloqueado casi su
aparato respiratorio y la boca, desencajada, no acertó a emitir sonido alguno. Sin embargo, los
soldados no parecían tener ya unas excesivas prisas. Antes de descender de la escalera, el
legionario tomó el mazo y asestó varios martillazos al patibulum, asegurándolo. A continuación
recogió de manos del optio la tablilla en la que se leía el nombre de Gistas y procedió a clavarla
sobre el tramo superior de la recién formada cruz, a una cuarta por encima del madero
transversal.
Los doscientos curiosos que habían seguido a la patrulla, y que ahora habían ido tomando
posiciones alrededor de la roca, prorrumpieron en gritos y exclamaciones de protesta al ver
cómo el soldado terminaba de clavetear el «inri» del «zelota». Efectivamente, Longino llevaba
razón. Si la comitiva se hubiera aventurado por las calles de Jerusalén con los dos
«partisanos», quién sabe de lo que hubiera sido capaz el populacho.
Poco a poco, el grupo inicial de observadores judíos fue multiplicándose con otros peregrinos
que iban y venían por la ruta de Jaffa. Muy cerca, en primera fila -como a 10 metros en línea
recta- distinguí a varios de los saduceos. Y entre éstos, a Judas Iscariote, con la cabeza
cubierta con el manto. (Ignoro si por miedo a las posibles represalias de los amigos y
seguidores del Maestro o para protegerse, como otros muchos testigos, de los torbellinos
arenosos que barrían aquellos extramuros de la ciudad.)
Sinceramente, al ver al traidor, mi deseo fue bajar del Gólgota y unirme a él. Su extraño
suicidio era uno de los sucesos que me hubiera gustado aclarar. Pero la misión especificaba con
claridad que no debería separarme de Jesús en aquellos críticos momentos.
El encargado del enclavamiento recibió al vuelo el martillo y, situándose frente al condenado,
hincó la rodilla derecha en tierra. Extrajo otro clavo de su cinto e hizo una señal a sus
compañeros. Uno de ellos tomó el pie derecho del reo, estirando la pierna y acoplando la planta
a la superficie de la stipe. Esta maniobra dejó a ras de piel uno de los huesos del tarso -el
astrágalo-, que sirvió de referencia al hábil verdugo. Situó el clavo sobre dicho hueso y de un
solo martillazo lo cosió a la madera. El dolor ascendió por el cuerpo de Gistas, transformándose
al instante en un aullido. Y antes de que otro de los romanos flexionase la pierna izquierda del
«zelota», aplastando la planta del pie contra el palo vertical, un chorro de sangre asomó por
debajo del pie recién clavado, precipitándose por el árbol hacia las cuñas que lo apuntalaban.
Al aullido siguieron una serie de berreos entrecortados. El diafragma del «zelota» había
empezado a resentirse y su respiración entró en una angustiosa decadencia. A los pocos
minutos, entre berrido y berrido, el desesperado reo comenzó a jadear, multiplicando sus
cortas y dramáticas inspiraciones de aire.
Aquellos gritos -mezcla de espanto, dolor y rabia- sacaron de su aislamiento al joven
terrorista. Levantó penosamente la cabeza y al ver a su compañero palideció, comenzando a
sudar.
Los legionarios terminaron el enclavamiento del prisionero, cuyo pie izquierdo quedó a unos
10 o 15 centímetros por encima del derecho.
La sangre, corriendo en abundancia por la stipe, terminó por provocar intensas arcadas en el
segundo guerrillero, que no tardó en vomitar.
Longino apremió a sus hombres para que desataran a Dismas. El infeliz, aturdido y
temblando de miedo, no opuso resistencia. Una vez desnudo, bañado en un sudor frío, las
mujeres recibieron del centurión la señal para que le suministraran aquella pócima. Pero antes,
cuatro legionarios rodearon al reo, clavando casi las puntas de sus lanzas en sus riñones,
espalda y vientre. Los temblores del «bandido» fueron en aumento y sus rodillas comenzaron a
oscilar.
Contagiadas del pavor del prisionero, las judías llenaron con manos temblorosas un hondo
tazón de madera con el líquido amarillento-verdoso contenido en la cántara. Al acercarme
llegué a oler el brebaje, identificando entre sus ingredientes el olor particular de la hielo bilis de
toro. Al interesarme por la naturaleza de la mezcla, la que sostenía la jarra me indicó con cierto
temor -confundiéndome posiblemente con algún alto personaje extranjero- que consistía
básicamente en un vino aguardentoso al que se le añadía el contenido de una o varías vejigas
biliares de buey recién sacrificado. Lejos de contener algún tipo de droga o somnífero, los
hebreos utilizaban para estos menesteres un procedimiento mucho más corriente y natural.
Preparaban primeramente un extracto de la hiel, echando sobre un filtro de bayeta el contenido
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