Caballo de Troya
J. J. Benítez
dos martillazos fue suficiente para fijar al reo al madero. Curiosamente, la base del clavo volvió
a situarse oblicuamente. Entonces caí en la cuenta de cómo ambos pulgares se habían doblado
bruscamente hacia el centro de la palma de las manos. Los restantes dedos, en cambio, apenas
si habían quedado flexionados. (Al dirigir los ultrasonidos sobre las muñecas del Maestro se
pudo formular una hipótesis confirmada por estudios anatómicos posteriores- sobre la causa de
este fenómeno.)
Al perforar las muñecas del «zelota», dos borbotones de sangre emergieron lentamente,
rodando por la corteza del leño y formando sendos charcos sobre la roca. Aunque las
hemorragias no fueron preocupantes, la visión de la sangre y el enclavamiento de su
compañero provocaron el estallido del mermado sistema nervioso del joven terrorista. Con el
rostro suplicante logró arrastrarse de rodillas hasta Longino. Una vez a sus pies hundió la
cabeza en el suelo, pidiendo a gritos que tuviera compasión de él. Durante décimas de
segundo, los ojos del centurión se empañaron con una sombra de piedad. Alzó las manos en
señal de impotencia y, procurando que el reo no se percibiera de ello, pidió su pilum al
legionario más cercano. Longino no podía evitar la crucifixión del muchacho, pero sí que
sufriera las dolorosas acometidas de los clavos en sus muñecas. Y levantando la lanza con
ambas manos se dispuso a aporrear el cráneo del aterrorizado prisionero.
-iAlto...! ¿Qué buscáis aquí?
Los gritos de uno de los centinelas segó los propósitos del oficial. Al volverse vio a un grupo
de seis o siete mujeres que ascendía con paso decidido por la grieta del montículo. Longino se
olvidó del reo, adelantándose hacia las hebreas. Las mujeres intercambiaron algunas frases con
el centurión, mostrándole una pequeña cántara de barro rojo.
El jefe de la patrulla tranquilizó a sus hombres, permitiendo que las judías llegaran a lo alto
del Calvario. Una vez arriba, la que cargaba la vasija se dirigió hacia el guerrillero que acababa
de ser atravesado. Le siguió una segunda mujer y el resto permaneció en silencio en el filo del
patíbulo, protegiéndose de las aceradas rachas del viento con sus amplios mantos negros y
verdes.
Al darse cuenta que aquel hombre yacía inconsciente, las decididas mujeres se volvieron
hacia Longino. El centurión, adelantándose a sus pensamientos, les señaló al segundo reo, que
continuaba bajo el peso del patibulum, desangrándose y llorando desesperadamente.
Pero antes de que las hijas de Jerusalén abrieran la cántara y cumplieran con el viejo
consejo del libro de los Proverbios -«dad bebidas fuertes al que va a perecer y vino al alma
amargada»-, el oficial indicó a los legionarios que concluyeran el levantamiento del primer
«bandido». La escalera fue apoyada contra una de las stipes de la primera hilera (la situada al
Oeste), mientras otros dos infantes levantaban, no sin dificultades, el leño al que había sido
clavado el condenado. Sin pérdida de tiempo, el verdugo responsable de las perforaciones
amarró una maroma alrededor del tórax, practicando a continuación dos rápidos nudos en cada
uno de los extremos del patibulum. Por último, haciendo gala de una gran destreza, remató el
amarre con una lazada central.
Un cuarto soldado se situó en lo alto de la escalera y los que sostenían al guerrillero lo
transportaron hasta el pie del madero vertical. El autor del anclaje tendió la soga al compañero
situado sobre la escalera y éste la introdujo en la ranura superior del árbol. Inmediatamente, el
legionario comenzó a tirar de la gruesa cuerda, ayudado desde tierra por el optio. A cada tirón,
la maroma, al contacto con la stipe, emitió un agudo chirrido que vino a confundirse con los
desgarradores alaridos del segundo «zelota».
En cuestión de minuto y medio, el patibulum fue izado hasta lo más alto. El lugarteniente de
Long