Caballo de Troya
J. J. Benítez
Pero aquella tensa situación duraría poco. Siete de los soldados tomaron posiciones,
rodeando los tres primeros árboles, mientras el que había cargado con el saco de cuero se
apresuraba a revolver en su interior, rescatando una serie de herramientas. La sangre se me
heló en las venas al ver un manojo de clavos (creo recordar que conté 15), dos martillos
provistos de grandes cabezas cuadrangulares de madera, unas tenazas de mugrientos mangos
de cuero, una cadena de un metro de longitud y un machete de cortas dimensiones y ancha
hoja.
Los terroristas, hipnotizados al pie de los stipes, salieron pronto de su mutismo. Dos
miembros de la patrulla habían empezado a soltar la maroma que amarraba al patibulum al
más viejo de los «zelotas». Aquella fue la chispa que encendió uno de sus últimos ataques de
histerismo y desesperación. Al intuir que él había sido elegido como primera víctima, comenzó a
aullar, sacudiendo el madero con sus brazos y propinando patadas a los legionarios. Longino,
que parecía esperar aquella reacción, ordenó algo a un tercer soldado. Este se situó por detrás
del reo y agarrándole por el pelo dio un fuerte tirón, inmovilizándole. Sin perder un segundo, el
centurión se hizo con una de las lanzas y tras apuntar con la base del fuste a la cabeza del
prisionero, le propinó un golpe seco que le hizo perder la conciencia.
Una vez liberado de las ataduras, y mientras era sostenido por los dos infantes, el que le
había inmovilizado terminó de desgarrarle la maltrecha túnica, respetando, sin embargo, el
taparrabo. Con una precisión y soltura que me dejó perplejo, aquellos romanos tumbaron boca
arriba al inconsciente guerrillero, extendiendo (la expresión más exacta sería tensando) sus
brazos sobre el madero. Al tratarse de un patibulum perfectamente cilíndrico, cada uno de los
legionarios encargados de tirar de los brazos se arrodilló frente a ambos extremos del leño,
sujetándolo con sus rodillas y muslos. De esta forma se lograba una aceptable estabilidad
durante el proceso de enclavamiento.
Cuando los verdugos consideraron que el patibulum se hallaba perfectamente retenido,
hicieron una señal con la cabeza y el soldado responsable de la impedimenta acudió hasta la
cabecera, arrodillándose también sobre la blanca roca. Sus musculosas rodillas hicieron presa
en la cabeza del reo, aplastando prácticamente sus oídos. Simultáneamente, aunque aquella
última medida de seguridad no parecía necesaria en el caso del inerme «bandido», un cuarto
legionario unió los tobillos, rodeándolos con la cadena.
El soldado que se había apostado por detrás del reo, controlando su cabeza, extrajo uno de
los dos largos clavos que había dispuesto en el interior de su cinturón. A su derecha, sobre la
costra del Gólgota, descansaba uno de los voluminosos mazos.
El Maestro, que al verse desasistido había caído FR&