Caballo de Troya
J. J. Benítez
Aquél, en definitiva, iba a ser el escenario de toda una serie de trágicos y desconcertantes
sucesos.
¿Cómo describir aquel lugar y aquel momento? ¿Cómo transmitir la inmensa soledad de
Jesús de Nazaret al pisar la calva pedregosa del Gólgota?
Hoy, al enfrentarme a esta parte de mi diario, be estado a punto de abandonar. A mí
también me fallan las fuerzas, estremecido por los recuerdos. Y si he vuelto al relato de este
primer «gran viaje» ha sido por respeto a la promesa hecha a mi hermano Eliseo... Espero que
aquellos que lleguen a leer este testimonio sepan perdonar la pobreza de mi lenguaje.
La ascensión hasta la redondeada plataforma que coronaba el peñasco -que creo haber
anotado ya como de unos 12 a 15 metros de diámetro- fue muy breve. Los soldados tomaron
una especie de canal situado en el lado este y que, en realidad, no era otra cosa que una
hendedura natural, consecuencia de algún remoto agrietamiento de la enorme masa pétrea.
Fueron suficientes veinte pasos para tomar posesión de la zona superior, a la que me resisto a
dar el calificativo de cima.
Al pisar aquel lugar, mi espíritu se encogió. Las ráfagas de viento, más que silbar, ululaban
entre media docena de altos postes, firmemente hundidos en las fisuras de la roca. ¡Eran los
stipes, palus o staticulum, como se designaba a los maderos verticales de las cruces!
¿Fue miedo lo que experimenté al ver aquellos rugosos troncos? Ahora, en la distancia,
supongo que tuvo que ser una mezcla de terror y decepción. Terror por su negro y puntiagudo
perfil y decepción porque, influenciado quizá por las incontables tradiciones e imágenes sobre la
Cruz bíblic