Caballo de Troya
J. J. Benítez
El viento golpeaba los mantos de las hebreas, que no cesaban de sollozar. Y Jesús, tras una
breve pausa, añadió:
-Mi misión está casi cumplida. Muy pronto me iré con mi Padre... pero la época de terribles
males para Jerusalén no ha hecho más que empezar...
Los escalofríos arreciaron y, haciendo un último esfuerzo, concluyó:
-Veréis llegar días en los que digáis: «Benditas las estériles y aquellas cuyos senos no
amamantaron a sus pequeños...» En esos días pediréis a las rocas que caigan sobre vosotras
para libraros del terror de vuestras tribulaciones.
Aquellas mujeres habían sido valientes. Mucho más que los discípulos y amigos del Maestro.
A excepción de Juan Zebedeo, de José de Arimatea y del joven Marcos -a quien encontraría
pocos minutos después-, el resto no había tenido el coraje suficiente para seguir a su Maestro,
ni siquiera de lejos. El Nazareno, en mitad de su turbación, tuvo que darse cuenta y quizá por
ello dirigió aquellas palabras al puñado de seguidoras.
El soldado, sujetando el pilum con ambas manos, obligó a retroceder a las judías. Pero una
de ellas, en lugar de obedecer, se adelantó hasta el infante, mostrándole una moneda. Después
susurró algo al oído del verdugo. Este aceptó el dinero y tras comprobar lo que encerraba la
mujer en su otra mano la dejó pasar. La hebrea, a quien yo había visto en las faenas
domésticas del campamento de Getsemaní, corrió hacia el rabí y, clavando sus rodillas en el
suelo, extendió su mano izquierda, depositando algo en los labios del Nazareno. ¡Eran pasas!
¡Pasas de Corinto! Uno de los frutos preferidos de Jesús...
La buena mujer logró introducir hasta tres pasas en la boca del Maestro. No hubo tiempo
para más. El mismo legionario que le había dejado pasar, una vez apartado el grupo, volvió
sobre sus pasos, forzando a la hebrea a abandonar el lugar.
Conmovido por aquel postrer gesto de amor hacia el Hijo del Hombre no vi llegar a Longino.
Junto a él se hallaba un hombre corpulento, de unos 50 años y de piel blanca, aunque
ligeramente cetrina. Se tocaba con un turbante y sus ropajes se diferenciaban del común de los
hebreos por unos pantalones de color verdoso brillante, muy holgados y recogidos en la mitad
de la pierna.
Por lo que pude apreciar hablaba sólo griego y con evidentes dificultades. A una orden del
centurión cargó el patibulum de Jesús y los legionarios se incorporaron, reanudando sus
latigazos sobre las espaldas de los «zelotas». El optio volvió a la cabeza del pelotón mientras
Longino señalaba a dos de sus hombres que se ocuparan del tercer prisionero. Los infantes
colgaron sus escudos en bandolera y auparon al Galileo, sujetándole por las axilas.
La comitiva se dividió entonces en dos partes. En primer lugar, los rebeldes, con Arsenius
abriendo el cortejo. Detrás, a cosa de cinco o diez metros, otros cuatro verdugos; dos de ellos,
sosteniendo al rabí. E inmediatamente, cerrando el pelotón, el llamado Simón, natural de
Cirene, un país situado entonces en el norte de África, entre Egipto y Tripolitania.
Durante el tiempo en que el Cristo permaneció colgado de la cruz, tuve ocasión de
intercambiar algunas palabras con aquel cireneo, elegido por el centurión por su fuerza física.
Según me relató, Longino se fijó en él cuando, en compañía de otros amigos y peregrinos como
él desde Cirene, se dirigía por la ruta de Jaffa, desde el campamento que les servía de
provisional refugio, hacia el Templo. Como judío tenía intención de asistir a los oficios rituales
de aquel viernes. Pero sus propósitos se vieron arruinados por la inesperada llamada del oficial
romano.
No venía, por tanto, de ninguna heredad, como han explicado numerosos comentaristas
bíblicos. Aquel Simón, como otros muchos peregrinos, había acudido a la fiesta de la Pascua y,
al no disponer de un mejor albergue, había montado su tienda muy cerca de las murallas. De
ahí el error de Marcos (15,21), cuando afirma que «volvía del campo».
Por supuesto, en aquel tiempo, Simón de Cirene no conocía prácticamente a Jesús. Algo
había oído, sí, sobre sus prodigios y curaciones, pero, al menos en aquellos históricos
momentos, la tragedia del Hijo del Hombre no le afectó lo más mínimo. Cumplió con lo que le
habían ordenado, permaneciendo después durante algún tiempo cerca de las cruces por pura
curiosidad.
Años más tarde, sin embargo, tanto él como sus hijos Alejandro y Rufus se convertirían en
eficaces propagadores del evangelio en el norte de África.
Envueltos en la silbante tempestad de arena, los soldados cruzaron el camino, dispuestos a
salvar los últimos metros que nos separaban del lugar de ejecución.
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