Caballo de Troya
J. J. Benítez
marcha. remontando el repecho en dirección a la citada entrada noroeste de la ciudad. Dos de
los verdugos depositaron los extremos del madero en sus respectivos hombros, cargando así
con el cuerpo desmayado del prisionero. Los pies de Jesús, durante estos nuevos 80 o 100
metros, fueron arrastrando sin piedad por entre la maleza y las pequeñas formaciones rocosas,
ulcerando aún más los tejidos.
Una vez junto a la muralla, al pie mismo de la referida puerta y del sendero que partía desde
aquel ángulo hacia Jaffa, los soldados sentaron al Maestro, recostándolo sobre los bloques del
alto muro. Mientras dos de ellos sostenían el tronco, otro soltó la maroma, desatando a Jesús.
Sus brazos, exánimes, cayeron sobre sus costados. Y otro tanto ocurrió con su cabeza, que
quedó inclinada sobre el tórax.
Los verdugos que habían venido azotando a los «zelotas» aprovecharon aquel descanso para
sentarse al filo del camino, mientras los guerrilleros, exhaustos, se derrumbaban igualmente.
El tropel de curiosos no tardó en asomar por el repecho. Pero, al ver que el pelotón se había
detenido, se mantuvo a una prudencial distancia, pendiente de todos y cada uno de los
movimientos de los romanos.
El tránsito de caminantes por aquella calzada era intenso. Nos encontrábamos muy cerca de
la tradicional celebración de la cena pascual y los peregrinos apresuraban el paso, arreando las
caballerías y los rebaños de corderos. Mucho de ellos se detenían bajo el arco de la puerta de
Efraím, sorprendidos por el espectáculo de aquellos hombres ensangrentados, medio desnudos
y hundidos bajo el peso de los troncos. Pero la tormenta de polvo y arena seguía arreciando y
la mayor parte, tras echar un vistazo, se retiraban de inmediato. Supongo que muy pocos
llegaron a reconocer al Nazareno.
El centurión y su lugarteniente volvieron a examinar a Jesús. Ambos se mostraban
seriamente preocupados. No deseaban que el reo perdiera la vida en el traslado. Aquello les
hubiera complicado las cosas. A petición de Longino, el legionario que había cargado el saco de
cuero extrajo de éste un cántaro de barro envuelto en una redecilla trenzada a base de cuerdas
y, protegiéndolo del polvo con su propio cuerpo, llenó una cazoleta de metal, de un remoto
color verdoso, con un líquido incoloro. El centurión aproximó el recipiente a los labios de Jesús
que, al contacto con lo que en un principio identifiqué con agua, reaccionó favorablemente. Al
fijarme aprecié cómo los labios se hallaban agrietados, con las típicas manchas amarillentas en
sus bordes, propias de la deshidratación. Lentamente, el Galileo fue apurando el brebaje. Al
terminar, su boca quedó entreabierta, con el cuerpo estremecido por la fiebre y la consiguiente
sensación de frío. Entonces, al reparar en su boca, comprobé con espanto que la hermosa
dentadura del rabí aparecía rota. Me situé en cuclillas, al lado de Longino y tocando con mis
dedos el labio inferior descubrí la dentadura. Uno de los incisivos inferiores había desaparecido
y el segundo presentaba sólo una parte de la corona. Aquellas pérdidas sólo podían haber
ocurrido en alguna de las cuatro caídas. En mi opinión, en la primera o en la cuarta y última.
Al notar la suave presión de unos dedos, bajando su labio inferior, Jesús abrió como pudo
sus ojos. El izquierdo se hallaba prácticamente cerrado por los hematomas y la rotura de la
ceja. Mi mirada debió ser tan intensa y compasiva que adiviné una chispa de agradecimiento en
aquella pupila. La «hipotonía» o blandura del globo ocular era tan evidente que me reafirmé en
la gravísima deshidratación que padecía.
La temperatura del labio era muy alta y, sin poder remediarlo, comenté con el oficial el
delicado estado del reo. Longino se incorporó y con un gesto de preocupación se dirigió al
camino, observando a los transeúntes. Al principio me extrañó aquella reacción del capitán de
la escolta. Después comprendí por qué se había alejado del pelotón.
Mientras observaba cómo el Galileo iba recobrando el aliento, un grupo de veinte o treinta
mujeres apareció bajo el arco de Efraím. Indudablemente venían al encuentro del Maestro
porque, al descubrirlo al pie de la muralla, se detuvieron. Avanzaron tímidamente y, cuando se
hallaban a tres metros, uno de los legionarios les cortó el paso con su lanza.
Me puse en pie y busqué con ansiedad a la madre del Maestro, pero pronto caí en la cuenta
que aquel intento de identificación era ridículo. Yo no conocía a María. Las mujeres rompieron a
llorar. Fueron unas lágrimas amargas y silenciosas.
El Galileo giró entonces su cabeza y al contemplar al grupo de judías inspiró profundamente.
Después, ante la sorpresa general, exclamó con una voz ronca.
-¡Hijas de Jerusalén...! No lloréis por mí. Llorad más bien por vosotras mismas y los
vuestros...
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