Caballo de Troya
J. J. Benítez
prisionero. Una vez en pie, la comitiva continuó el descenso hasta llegar al fondo de la vaguada.
A partir de allí, y hasta el Gólgota, el camino fue mucho más dramático. Según mis cálculos, la
depresión del Tyropeón se hallaba en la cota 745. Habíamos descendido cinco metros (la cota
de la fortaleza Antonia y de la pista de Cesarea era de 750 metros) y el Calvario se encontraba
a 755 metros de altitud sobre el nivel del mar. Eso significaba, a partir de esos instantes, un
camino en continua pendiente...
Pero, ante mi sorpresa, el Nazareno logró descender por el repecho con menos dificultades
de lo que imaginaba. Tambaleándose y respirando por la boca, consiguió cubrir otro centenar
de metros. Aquello sumaba alrededor de 250 desde nuestra salida de Antonia.
Sin embargo, yo mismo me estaba engañando. La triste realidad no tardó en imponerse. De
pronto se detuvo. El leño osciló nerviosamente a uno y otro lado y Jesús cayó sobre sus
rodillas, presa de convulsiones más intensas. Esta vez, afortunadamente para él, la comitiva
apenas si se detuvo unos segundos. El rabí prosiguió el avance, arrastrando las rodillas sobre la
áspera pendiente.
No pude evitar un sentimiento de admiración. Aquel hombre, en el declive de su vida, era
capaz de continuar -del modo que fuera- hacia su propio fin...
Longino había elegido el perímetro exterior de la muralla norte, evitando así las
multitudinarias calles de Jerusalén y, al mismo tiempo, acortando el camino.
A pesar de ello, el agotamiento físico, y estimo que mental, de Jesús estaba rozando
nuevamente el estado de shock. Las puntas de sus dedos habían empezado a teñirse con una
tonalidad violácea, señal inequívoca de una pésima circulación en sus extremidades superiores,
fruto del agarrotamiento prolongado. Aunque fue imposible verificarlo en aquellos angustiosos
momentos, era más que seguro que sus brazos y hombros hubieran iniciado una tetanización,
sumando con ello un nuevo y punzante dolor, consecuencia de la progresiva cristalización de los
microscópicos cristales de ácido láctico de sus músculos. (Este proceso de tetanización sería
uno de los más arduos suplicios a que debería enfrentarse el Maestro durante los primeros
minutos de la crucifixión.)
Con la cabeza y el tronco flexionados, el Galileo fue ganando cada palmo de terreno,
envuelto en oleadas de arena y levantando en cada arrastre de sus rodillas pequeñas columnas
de polvo. La sangre que empapaba su túnica fue cargándose de tierra, así como sus cabellos,
barba y rostro.
La respiración fue haciéndose más y más rápida y, cuando había
ganado otros cincuenta escasos metros, un sudor frío bañó las sienes y cuello. Jesús
avanzaba ya con movimientos muy bruscos, casi a sacudidas, con una típica marcha
«espástica», consecuencia de la rigidez muscular.
De pronto le vi levantar el rostro por dos veces, procurando inhalar un máximo de aire. Y sin
que nadie pudiera evitarlo se desplomó, estrellándose contra el terreno.
Los soldados no lo dudaron. Y antes de que el centurión tuviera tiempo de intervenir la
emprendieron a patadas con el inerme cuerpo del Nazareno. Los catorce clavos en forma de
«5» de las suelas fueron abriendo nuevas heridas en las piernas y, supongo, en casi todas las
áreas donde descargaron los puntapiés: riñones, costillas y espalda. El pie izquierdo había
quedado orientado hacia la derecha y uno de los furiosos verdugos lo pisoteó por dos veces. En
el segundo impacto, la uña del dedo grueso saltó limpiamente.
Allí, cuando faltaban escasos metros para coronar la V