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Caballo de Troya J. J. Benítez Judíos. » La respuesta de Poncio fue idéntica a las anteriores: « Lo que he escrito, escrito está por mí.» Y la representación del Sanedrín no tuvo más remedio que retirarse, no sin antes amenazar al gobernador con un sinfín de maldiciones y castigos divinos... Una vez cancelado el incidente, el centurión dio orden de proseguir. Desenvainó su espada y sin titubeo alguno se abrió paso entre la turba. Aquellos cientos de fanáticos, en su mayoría desocupados, gente comprada por el Sanedrín o, simplemente, morbosos sedientos de sangre, se echaron atrás al momento, abriendo un pasillo por el que desfiló el pelotón con los condenados. Por más que miré no pude descubrir a uno solo de los amigos o discípulos de Jesús. En cuanto a la muchedumbre que había gritado la liberación de Barrabás y la crucifixión del Galileo, ¿dónde estaba? Aquellos hebreos constituían una mínima parte de los dos mil o tres mil que podían haberse congregado minutos antes frente a las escalinatas de la residencia del procurador. Este súbito desinterés por cl final del «odiado rey de los judíos» confirmó mi hipótesis. La inmensa mayoría de los judíos que subió esa mañana hasta el Pretorio sólo llevaba una intención: solicitar la tradicional liberación de un preso. En el fondo les daba igual en quién recaía la gracia. Si los jueces hubiesen clamado por la libertad de Jesús, el gentío, probablemente, hubiera coreado el nombre del Nazareno. Una vez satisfecha su curiosidad, los miles de peregrinos y vecinos de Jerusalén se retiraron, olvidándose prácticamente del condenado. Pero el tropiezo con aquellos doscientos cobardes sí influyó en algo. Longino, hombre de gran experiencia, pensó sin duda que la conducción de los «zelotas» y del «rey» a través de las calles de la ciudad alta de Jerusalén podía revestir complicaciones para sus hombres y para él y con buen criterio varió el camino que tradicionalmente venían siguiendo este tipo de procesiones. En general, los futuros ajusticiados eran paseados por las intrincadas callejuelas de la ciudad, tratando así de ejemplarizar a las masas. En esta ocasión, insisto, el centurión se decidió por un camino mucho más corto. Siento defraudar a cuantos han creído y creen en una « vía dolorosa» a través de las estrechas calles del barrio alto. Nada de eso. El centurión y los soldados se desviaron hacia el norte, entrando en el polvoriento camino que conducía a Cesarea y que discurría casi paralelamente al valle del Tyropeón. (Hoy, esa misma vía atraviesa -algo más al norte- la Puerta de Damasco, en la muralla septentrional.) Los primeros sorprendidos por este cambio en el itinerario fueron los hebreos que habían arrojado las piedras 6