Caballo de Troya
J. J. Benítez
Irak. Los sistemas electrónicos de la «cuna» habían detectado corrientes cónicas de partículas
suspendidas en el aire, moviéndose hacia el Oeste-Noroeste y en frentes que oscilaban
alrededor de los 100 kilómetros. Las bandas de este «haboob» se habían ido enroscando y
ensanchándose, hasta alcanzar los 500 kilómetros, levantando a su paso gigantescas nubes de
arena, procedentes de los desiertos arábigos de Nafud y Dahna. Las rachas, según los
detectores del módulo, alcanzaban los 25 y 30 nudos por hora. En contra de lo que presumía
Eliseo, la llegada de aquella tormenta había elevado la humedad relativa, estimándose también
un ligero descenso de la temperatura.
La visibilidad en el interior del polverío -añadió mi hermano- ha sido estimada por Santa
Claus en unos 300 metros. Tiempo previsto para el barrido de la ciudad por el lóbulo central del
«haboob»..., entre 30 y 45 minutos, a partir de ahora mismo.
Aquello significaba que, si la comitiva conseguía alcanzar el lugar de la crucifixión antes de la
entrada de la tormenta en el área de Jerusalén, las « tinieblas» -provocadas por las bancos de
arena en suspensión- se echarían sobre nosotros en plena ejecución. Qué poco podía imaginar
en aquellos instantes que las famosas «tinieblas» descritas por los evangelistas poco tenían que
ver con el oscurecimiento del sol por el polvo...
A corta distancia del parapeto de piedra que rodeaba aquella zona de la Torre Antonia
esperaba un grupo de judíos (calculé unos doscientos), entre los que se hallaban unos pocos
saduceos -los mismos que habían asistido a la condena de Jesús frente al Pretorio- y, por
supuesto, José de Arimatea, en compañía de otro joven emisario de David Zebedeo. Este último
acababa de comunicar al anciano que María, la madre del Maestro y otros familiares venían ya
hacia Jerusalén y