Caballo de Troya
J. J. Benítez
algunas áreas parte del tejido celular subcutáneo y dando lugar a nuevas e intensas
hemorragias.
A pesar de la violencia de la caída, el Nazareno no llegó a perder el sentido. Dos verdugos
izaron el patibulum, apuntalándolo con sus hombros, mientras el torpe legionario terminaba de
calzar a Jesús.
Una vez concluida la desgraciada operación, los verdugos soltaron el madero y el rabí volvió
a acusar el peso, inclinándose por segunda vez. La imposibilidad de que pudiera echar atrás la
cabeza mermó notablemente su campo visual, limitándolo prácticamente al terreno que pisaba.
En varias ocasiones, mientras duró aquella corta pero accidentada caminata hasta el Calvario,
observé cómo el Maestro forzaba la vista hacia lo alto. Pero, al arrugar la frente, las púas
desgarraban las heridas y el intenso dolor le obligaba a bajar los ojos.
Hacia la hora sexta, Longino dio la orden de emprender la marcha. La escolta había sido
incrementada con otros legionarios, todos ellos fuertemente armados. Ocho se situaron en
ambos flancos de los prisioneros y el resto, hasta un total de doce, se repartió en la cabeza de
la comitiva, inmediatamente detrás del centurión y de su lugarteniente y en la cola. A cada reo,
por tanto, le había sido asignado un contingente de cuatro soldados, expresamente encargados
de su vigilancia y posterior crucifixión. Uno de estos infantes cargaba, además, con un
mugriento saco de cuero que colgaba de un palo acabado en forma de horca y que se apresuró
a echar sobre el hombro. Cerraba el cortejo una pareja de romanos que sostenía una escalera
de mano de unos cinco metros.
Cuatro de los infantes situados a derecha e izquierda de los «zelotas» desenroscaron sus
látigos, reanudando la flagelación de aquellos desdichados, tal y como tenían por costumbre
antes de la ejecución. Entre gemidos y con el cuerpo ensangrentado, los dos primeros reos
comenzaron a caminar, tambaleándose bajo el peso de los troncos. Siguiendo unas rígidas
normas de seguridad, los tres prisioneros, corno digo, habían sido atados por los tobillos a una
misma cuerda. De esta forma, cualquier posible intento de fuga resultaba extremadamente
problemático.
Al ponerse en marcha, el condenado situado en el centro dio un tirón de la maroma,
obligando al Nazareno -que ocupaba el tercer y último lugar- a seguirle. Las pronunciadas
oscilaciones del leño que cargaba el rabí y sus pasos vacilantes, inseguros, con aquel penoso
arrastre de su pierna izquierda, nos hicieron temer a todos una nueva e inmediata caída y, lo
que era mucho peor, una posible parada cardíaca. Y digo «a todos» porque, desde el principio,
los cuatro legionarios que cerraban conmigo la escolta cruzaron algunas miradas de
preocupación, confirmando con significativos movimientos de cabeza que aquel prisionero no
estaba en condiciones de llegar al Gólgota. Pero, de momento, nadie dijo nada.
Los reos salvaron los 25 primeros metros y el pelotón entró en el túnel abovedado de la
puerta Oeste; aquél por el que yo había accedido a Antonia en la compañía del anciano de
Arimatea. Allí, desafortunadamente, se produciría un nuevo problema...
Algunos de los centinelas se habían asomado con curiosidad a la puerta del cuerpo de
guardia, asistiendo entre risitas al paso de los condenados. Cuando el guerrillero que marchaba
en medio llegó a la altura de los guardianes, aprovechando que los legionarios habían cesado
en sus azotes a causa de la penumbra y de lo angosto del pasadizo, el tal Gistas se volvió hacia
la izquierda, lanzando un salivazo sobre el romano más próximo. Y antes de que sus verdugos
pudieran ponerle la mano encima arremetió con el filo del patibulum contra el legionario que
caminaba a su derecha, dirigiendo el tronco hacia su rostro. El soldado cayó hacia atrás,
precipitándose sobre Jesús. Ambos rodaron sobre el oscuro y húmedo empedrado del túnel. En
esta ocasión, el impacto hizo que el Galileo se desplomara de espaldas. El revuelo fue
indescriptible. Varios miembros del cuerpo de guardia y algunos de los romanos de escolta se
ensañaron con el guerrillero, hundiendo las astas de sus lanzas en el vientre, costillas y dientes
del provocador, hasta hacerle caer de rodillas.
Longino y Arsenius acudieron de inmediato al centro del pasadizo, tratando de poner orden
en aquel revuelo. Otros soldados ayudaron al compañero que había sido golpeado con el
madero. Una de las aristas le había abierto el pómulo izquierdo, provocando una aparatosa
hemorragia. El centurión examinó la brecha, ordenando que fuera relevado de inmediato. Su
puesto fue ocupado por otro de los centinelas. Mientras tanto, Jesús permanecía inmóvil, boca
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