Caballo de Troya
J. J. Benítez
el suelo. Y así lo mantuvo, en espera de que sus compañeros de armas depositaran el
patibulum sobre sus espaldas.
Otros dos legionarios extendieron los brazos del rabí y un tercer y cuarto soldados se
hicieron con el grueso tronco. Lo izaron por ambos extremos y lo encajaron de golpe sobre la
nuca del Galileo. Pero las múltiples ramificaciones del casco de espinas constituyeron un
obstáculo: el espeso cilindro de madera no se ajustaba con precisión sobre los músculos
trapecios, rodando por la espalda. Por tres veces, los romano -cada vez más sofocadosgolpearon el cuello de Jesús hasta que, al fin, presa de nuevos dolores, el propio reo se inclinó
aún más, facilitando el depósito del patibulum sobre las áreas altas de las paletillas. En cada
uno de aquellos salvajes intentos de colocación del madero experimenté una especie de latigazo
que me recorrió las entrañas. Las púas situadas en la nuca y región occipital se clavaron un
poco más en cada empeño, desgarrando el cuero cabelludo y, posiblemente, hundiéndose en el
periostio craneal (lámina que envuelve a los huesos). (Los traumatólogos saben muy bien qué
clase de dolor produce la perforación de dicha lámina.)
El intenso y mantenido dolor hizo que Jesús gimiera en cada uno de los tres impactos. Y en
cuestión de segundos, su cabellos y cuello volvieron a brillar, profusamente ensangrentados.
Los verdugos tensaron los brazos bajo la zona inferior del tronco y procedieron a su anclaje,
anudando la cuerda -de derecha a izquierda-, rematando la sujeción en el tobillo izquierdo.
El notable peso del patibulum -al menos para un hombre tan sumamente castigado-, hizo
que el cuerpo del rabí se inclinara peligrosamente, obligándole a flexionar las piernas. Jesús
trató de elevar la cabeza. Sus músculos y arterias parecían a punto de estallar bajo la piel
enrojecida del cuello. Pero, a cada intento de remontar y vencer el peso del leño, su nuca se
emparedaba con la corteza rugosa del patibulum y el dolor de las espinas, entrando sin piedad
en la cabeza, le vencía, humillando el rostro.
Comprendiendo que todo esfuerzo por recobrar la verticalidad era inútil, el Maestro pareció
resignado. Su respiración se había hecho nuevamente agitada y temí que, en cualquier
momento, aquel esfuerzo desembocara en un nuevo desfallecimiento. (Los evangelistas,
lógicamente, ya que ninguno se encontraba presente en aquel dramático momento de la carga
del patibulum, no reflejaron jamás en sus escritos lo duro y crítico de aquel instante. El
mermado organismo de Jesús de Nazaret se vio aplastado súbitamente por un madero, dejando
a sus músculos en la posición en que se encontraban en el momento de la descarga sobre sus
hombros y nuca. No hubo «pre-calentamiento» ni posibilidad alguna de que los principales
paquetes musculares pudieran reaccionar convenientemente. Ello, en suma, precipitó las
frecuencias cardíacas y arterial, disparándolas por enésima vez. En cuestión de tres a cinco
minutos -desde el momento en que los soldados lograron amarrar el tronco a sus brazos-, su
corazón pudo latir a razón de 170 pulsaciones por minuto, elevándose la tensión arterial
máxima alrededor de 190. En mi opinión, aquel fue un golpe que consumió las escasas energías
que aún podían quedarle.)
Al verle en aquel lamentable estado me pregunté cuánto podría resistir con el patibulum a
cuestas...
Pero un nuevo hecho estaba a punto de provocar otro desgarrador sufrimiento en el
organismo del gigante de Galilea.
Mientras Arsenius procedía a clavetear las tres tablillas sobre el fuste de madera de uno de
los Pilum, otro legionario reparó en las sandalias del Maestro. Se las mostró a Longino y éste,
en un gesto de honradez y conmiseración hacia el reo, ordenó al soldado que le calzara. El
infante se situó en cuclillas ante el rabí y, al obligarle con ambas manos a levantar el pie
izquierdo, con el fin de depositar la planta sobre la sandalia, el cuerpo del Nazareno se
desequilibró hacia el lado contrario, provocando una aparatosa caída de Jesús. El incidente fue
tan rápido como inesperado. El Galileo, con los brazos amarrados, no pudo evitar que el
patibulum se venciera y, tras golpear las losas con el extremo derecho, fue a estrellarse de
bruces contra el pavimento, quedando aplastado bajo el travesaño de la cruz.
Al ver y escuchar el violento choque contra las losas temí lo peor. Cuando los soldados se
apresurar