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Caballo de Troya J. J. Benítez desesperación, se incorporó lanzando un frenético puntapié contra el bajo vientre de uno de sus fustigadores. El romano se dobló como un muñeco, cayendo al suelo entre aullidos de dolor. Poncio, de espaldas a aquella sanguinaria escena, volvió a escribir: «... Rey de los Judíos,). Juan, por tanto, era el único evangelista que había sido absolutamente fiel en la transcripción del INRI («Jesus Nazarenus Rex Judaeorum »). E inmediatamente, de forma casi mecánica, el procurador repitió la frase «Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos» en griego y, por último, en latín. Y devolviendo la tablilla a Longino se sacudió las palmas de las manos, haciendo una ostensible mueca de repugnancia. Pero el legionario enviado por el centurión en busca de otras dos planchas de madera regresó al punto. Y Poncio, muy a pesar suyo, tuvo que repetir la operación. Esta vez fue mucho más breve. Tras preguntar los nombres de los condenados, escribió sobre los blancos tableros: «Gistas. Bandido» y «Dismas. Bandido». Todo ello, por supuesto, en las tres lenguas de uso común en aquellos tiempos en Palestina: arameo en primer lugar, griego (el idioma «universal», como lo podrían ser hoy el inglés o el español) y latín, lengua natal de Pilato. El procurador dio unos pasos hacia el estanque circular y se enjuagó las manos. Cuando se disponía a retirarse me adelanté y le supliqué que me permitiera asistir a las ejecuciones. « Si en verdad debe ocurrir algo sobrenatural -argumenté-, quiero estar presente... » Pilato se encogió de hombros y, mecánicamente, como sumido en otros pensamientos, transmitió mi ruego a Civilis. Éste se encargó de presentarme a Longino, anunciándome como un augur, amigo de Tiberio. Estimo que la primera calificación no debió impresionar excesivamente al veterano centurión. Pero la segunda fue distinta. En ese instante, la intervención de Arsenius, participándole al capitán de la escolta que me había conocido en la noche anterior, revistió también su importancia. Y Poncio,. levantando el brazo con desgana, saludó a sus oficiales, retirándose. Civilis no tardaría mucho en seguirle. Cuando los restantes legionarios vieron cómo su compañero caía víctima de la patada proporcionada por el terrorista, los flagrum no fueron ya los únicos instrumentos de tortura. Con una rabia inusitada, los restantes sayones, a los que se habían unido otros curiosos, acompañaron los latigazos con un sin fin de puntapiés, que terminaron por doblegar al revolucionario. Una vez en tierra, las suelas claveteadas de los romanos se incrustaron una y otra vez sobre el cuerpo del reo y a los pocos segundos, un hilo de sangre brotó por entre las comisuras de sus labios. La llegada de dos nuevos maderos, algo más cortos que el destinado a la cruz del Nazareno, interrumpió la flagelación. Pero aquel momentáneo respiro sólo fue el prólogo de una angustiosa «peregrinación»... Sin ningún tipo de contemplación o miramiento, los soldados, bajo la atenta vigilancia de Longino y de su optio, situaron los dos troncos sobre los hombros y últimas vértebras cervicales de los «zelotas», al tiempo que otros legionarios obligaban a los pr