Caballo de Troya
J. J. Benítez
centurión tomó la tablilla y una especie de pequeño tizón, pidiendo al soldado que consiguiera
dos nuevas planchas.
A continuación llamó la atención del gobernador, mostrándole la tablilla y el afilado trozo de
carbón, recordándole que la escolta debería situar sobre las cruces la identidad de cada uno de
los condenados y la naturaleza de sus crímenes.
La emoción volvió a sacudirme. Estaba a punto de asistir a la redacción del llamado «INRI».
También en este asunto, y aunque sólo fuera en el aspecto circunstancial de la redacción, los
cuatro evangelistas se habían manifestado discrepantes. ¿Cuál de ellos había acertado en el
texto?
Marcos había dicho: «el Rey de los Judíos» (Mc. 15,26). Mateo, por su parte, añade: «Este
es Jesús, el Rey de los Judíos» (Mt. 27,37). En cuanto a Lucas, su «INRI» dice así: «Este es el
Rey de los Judíos» (Lc. 23,38). Por último, Juan Zebedeo, llamado «El Evangelista», reprodujo
el siguiente texto: «Jesús Nazareno el Rey de los Judíos» (Jn. 19,19).
¿Quién tenía la razón?
Discretamente me asomé por encima del hombro del procurador y noté cómo su mano
temblaba. Tenía la tablilla en posición horizontal y firmemente apoyada sobre la reluciente
coraza. Había tomado el carboncillo con la derecha pero su rostro se había desviado de la
superficie del encalado rectángulo de madera. Me di cuenta que miraba a Jesús por el rabillo del
ojo. El Maestro, que no despegó los labios en todo el tiempo, había conseguido regularizar su
ritmo respiratorio, pero continuaba encorvado y tembloroso. La sangre, aunque en menor
proporción, seguía goteando por los bajos de su túni