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Caballo de Troya J. J. Benítez «inferae» surgieron por mi izquierda. Su vuelo rasante y la dirección de las mismas fueron determinantes... -Pero, ¿qué? -estalló Poncio-. ¿Qué quieres decir con esto? Adopté una falsa calma y mirándole fijamente, le respondí, haciendo mía una sentencia de Ennio: -Entonces, en el colmo del infortunio, tronó a la izquierda, estando el cielo enteramente sereno. Pilato abrió sus grandes ojos, espantado. Él sabía bien el significado de aquellas patrañas, maravillosamente criticadas en su día por el propio Cicerón. Y con la faz pálida me suplicó que le descifrara el augurio. -En mi humilde opinión -rematé-, Júpiter, y por razones que no alcanzo a comprender -le mentí por tercera vez-, está desolado. Y es posible que manifieste su ira sin demasiada tardanza. El cielo será testigo de cuanto te he revelado... -¿Hoy mismo? Asentí con rostro grave, al tiempo que desviaba mi mirada hacia el Nazareno. Poncio giró también su cabeza, conmoviéndose. Después, olvidando la conversación y a mí mismo, regresó junto a sus centuriones. Me disponía a solicitar de Civilis que me autorizase a seguir a la comitiva y a presenciar las ejecuciones cuando irrumpió en el patio, procedente de una de las múltiples puertas que se abrían bajo las columnatas, el legionario que había medido la envergadura de Jesús. Para ello, el soldado, muy acostumbrado a este menester a juzgar por su soltura, había tomado una de las lanzas y, mientras otro compañero sostenía los brazos del Galileo en posición de cruz, el portador del pilum se colocó a espaldas del reo, midiendo la distancia total entre las puntas de ambas manos. Ahora, una vez realizada la macabra medición, el romano había vuelto al patio central, cargando un pesado madero; un tronco sumamente tosco, sin cepillar, con un grosero vaciado u orificio en su mitad. Este burdo agujero, de unos 10 centímetros de diámetro, cruzaba el madero de parte a parte, siguiendo el sentido de su espesor. El legionario, que venía provisto de una larga y gruesa cuerda, hizo descansar el patibulum1, apoyando una de sus caras -perfectamente aserrada- sobre el enlosado. Y esperó. Al situar el madero en esta posición vertical pude comprobar que su longitud era casi de dos metros (posiblemente, 1,90). En cuanto a su espesor, calculo que rondaría los 25 centímetros. Era, en definitiva, un sólido leño, con un peso que no creo que bajase de los 30 kilos. Simulando una gran curiosidad me aproximé al legionario, preguntándole para qué servía aquel tronco. El soldado sonrió irónicamente y señalando primero a Jesús, me hizo después un significativo signo con su dedo pulgar. Lo colocó hacia abajo, a la manera de los Césares cuando decretaban el remate de los gladiadores. Acaricié la rugosa superficie del patibulum y deduje que se trataba de una sección de un árbol, de alguna de las especies de pino, tan frecuentes en Palestina o quizá importado de los bosques del Líbano. (No estoy seguro, pero quizá fuese el denominado Pinus halepensis, de una madera casi incorruptible.) Ensimismado en el análisis no me percaté de la llegada de los dos «zelotas». El optio y los legionarios los habían conducido, maniatados, hasta el procurador y los restantes centuriones. Nada más verlos, Civilis ordenó que les arrancaran las mugrientas túnicas y que iniciaran el obligado castigo previo a la crucifixión. Y cuatro legionarios se hicieron con otros tantos flagrum, procediendo a azotar a los guerrilleros. Uno de ellos, casi un muchacho, se clavó de rodillas frente a Poncio, gimiendo e implorando piedad. Pero el gobernador se apresuró a dar media vuelta, alejándose del prisionero. En ese instante, mientras los látigos chasqueaban nuevamente en mitad del recinto, el legionario que había desaparecido en el túnel abovedado de la puerta Oeste de Antonia regresó a la carrera, entregando a Longino una tablilla de madera de unos 60 x 20 centímetros, totalmente blanqueada a base de yeso o albayalde. El 1 El origen del patibulum se remonta a la viga que servia para atrancar las puertas en Roma. Al quitarse, se abría dicha puerta. De ahí el nombre.(N. del m.) 274