Caballo de Troya
J. J. Benítez
de la segunda centuria, del segundo manípulo, de la cuarta cohorte. Por su edad -posiblemente
rondaría los 55 o 60 años- debía estar a punto de cesar en el servicio. Sus cabellos apuntaban
ya numerosas canas y sobre su pómulo y ceja derecha discurría una profunda cicatriz, fruto, sin
duda, de alguna de las contiendas en las que se había visto envuelto desde su juventud.
Civilis, en mi opinión, estuvo sumamente acertado al elegir a Longino como capitán y
responsable de la escolta que debía acompañar al Maestro hasta el Gólgota. Por un momento
temblé ante la posibilidad de que dicha designación hubiera recaído, por ejemplo, en el cruel
Lucilio, alias Cedo alteram.
En total fueron nombrados cuatro legionarios y un optio, o suboficial como patrulla
encargada de la custodia y posterior ejecución. Mi sorpresa fue considerable al comprobar que
el optio o lugarteniente de Longino era precisamente Arsenius, el romano que había dirigido el
apresamiento del Nazareno en la falda del Olivete.
Todo parecía decidido. Longino encomendó a uno de sus hombres que procediera a la
medición de la envergadura del reo, mientras otro soldado se encaminó al puesto de guardia de
la entrada Oeste, en busca de un objeto cuyo nombre no acerté a escuchar.
Pilato estaba ya a punto de retirarse cuando Civilis, tras consultar con el responsable del
pelotón que debía conducir a Jesús, le sugirió algo que, en principio, no estaba previsto: ¿por
qué no aprovechar aquella oportunidad para crucificar también a los dos terroristas,
compañeros de Barrabás?
El procurador dudó. Al parecer, la ejecución de aquellos asesinos había sido fijada
inicialmente para los días siguientes a la celebración de la Pascua.
Poncio hizo un mohín de desagrado, pero el centurión-jefe insistió, haciéndole ver que -tal y
como estaban las cosas-, aquella crucifixión colectiva simplificaría los posibles riesgos que
arrastraba siempre la muerte de unos «zelotas». Buena parte del pueblo judío protegía y
animaba a estos revolucionarios y era muy posible que la condena de tales guerrilleros pudiera
significar la alteración del orden público. Después de la implacable insistencia de los sacerdotes
en la promulgación de la pena capital para el Galileo, era dudoso que se registraran protestas si
la ejecución de los miembros del movimiento independentista tenía lugar al mismo tiempo que
la del supuesto «rey de los judíos».
El procurador escuchó en silencio los razonamientos de su comandante y, moviendo las
manos displicentemente, dio a entender a Civilis que tenía su aprobación, pero que actuara con
rapidez.
Con un simple movimiento de cabeza, el centurión indicó a Arsenius que se ocupara del
traslado de los «zelotas». En ese momento, Pilato reparó en mi presencia y, mientras los
oficiales esperaban la llegada de los nuevos reos, el voluminoso procurador me tomó aparte,
diciéndome:
-Jasón, ¿qué dice tu ciencia de todo esto...? No he tenido tiempo de preguntarte con
detenimiento sobre ese augurio que pronosticabas para hoy... Háblame con claridad... ¡Te lo
ordeno!
La curiosidad y el miedo consumían a Poncio a partes iguales. Así que no tuve más remedio
que improvisar.
-Esta medianoche pasada -le mentí-, cuando me encontraba en el monte de las Aceitunas
presentí algo... Y tras buscar un lugar puro, un «augurale», me volví hacia el septentrión,
trazando en tierra con mi cayado el templum o cuadrado. Después, como sabes, tomé este
lituus -señalándole mi «vara de Moisés»- e hice el ritual de la descripción de las regiones1. Y
una vez situada imploré a los dioses una señal...
Pilato, conteniendo la respiración, me animó a que prosiguiera. El cielo, estimado
procurador, se había vuelto sereno y
transparente como los ojos de una diosa. Afortunadamente -volví a mentirle-, el viento se
había detenido. Todo hacía presagiar una respuesta... Y súbitamente, las infernales aves
1
Afortunadamente para mí, yo había sido instruido en el arte de los antiguos augures y arúspices griegos y
romanos. Una vez en el templum o espacio del cielo que debía observarse, el augur tomaba su lituus y se volvía hacia
el sur, trazando una línea sobre el cielo -de norte a sur-, llamada cardo. Después hacia otro tanto de este a Oeste
(decumanus), repartiendo así en cuatro áreas la parte visible del cielo. Enseguida, tirando dos líneas paralelas a las dos
trazadas anteriormente, formaba un cuadrado que, proyectado sobre la tierra, constituía el citado prisma o templum.
La zona que quedaba delante de él se denominaba antica y la que quedaba atrás, postica. (N. del m.)
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