Caballo de Troya
J. J. Benítez
-¡Soy inocente de la sangre de este hombre! ¿Estáis decididos a que muera...? Pues bien,
por mi parte no le encuentro culpable...
El gentío volvió a aplaudir, al tiempo que se escuchaba la voz de otro de los sanedritas:
-¡Que su sangre caiga en nosotros y sobre nuestros hijos!
Y la multitud, coreó un solo hombre, coreó aquella trágica sentencia, ignorante de las
gravísimas horas que viviría la ciudad santa 40 años más tarde y en las que, justamente, la
sangre de muchos de aquellos hebreos y la de sus hijos sería derramada por las legiones de
Tito. Aunque a primera vista, la autojustificación del saduceo y del populacho pudieran parecer
una simple manifestación emocional, propia de aquellos momentos de odio y ceguera, la verdad
es que la citada afirmación encerraba un significado mucho más profundo y trascendental. Los
jueces ignoro si sucedía lo mismo con aquella masa humana, inculta y vociferante- conocían
muy bien lo que decía la ley mosaica a este respecto. La Misná, en su «Orden Cuarto»,
especifica textualmente que «en los procesos de pena capital, la sangre del reo y la sangre de
toda su descendencia penderá sobre el falso testigo hasta el fin del mundo».
Otra de las tradiciones judías afirma también «que todo aquel que destruyere una sola vida
en Israel, la Escritura se lo computa como si hubiera destruido todo un mundo y todo aquel que
deja subsistir a una persona en Israel, la Escritura se lo computa como si dejara subsistir a un
mundo entero».
Los sanedritas, por tanto, eran plenamente conscientes del valor y de la gravedad de su
sentencia, pidiendo que la sangre de Jesús cayera sobre ellos y sobre su descendencia.
Pilato secó sus manos con la parte inferior del manto y, dando la espalda a Caifás y a la
muchedumbre, saludó al Nazareno con el brazo en alto. Inmediatamente, al tiempo que se
encaminaba hacia la puerta del Pretorio, volvió su rostro hacia Civilis, diciéndole:
-Ocupaos de él.
Y los legionarios, con el centurión a la cabeza, siguieron los pasos del procurador,
retirándose de la terraza.
La suerte había sido echada.
A partir de aquellos momentos, los hechos se sucedieron en mitad de una gran confusión.
Por un lado, yo perdí de vista a Juan Zebedeo y a José de Arimatea y, por supuesto, a todos los
seguidores y simpatizantes del Maestro. Sólo después de abandonar la fortaleza Antonia
lograría entrevistarme de nuevo con el anciano José y animarle a que siguiera de cerca la
decisiva visita de Judas Iscariote a la sede del Sanedrín. Y digo «decisiva» porque, como tendré
oportunidad de relatar, las circunstancias que rodearon y acorralaron al traidor fueron más
complejas y extensas de como fueron descritas por los evangelistas.
La escolta que rodeaba a Jesús tomó el camino del túnel, desembocando nuevamente en el
patio porticado. Pilato, ante mi sorpresa, se hallaba presente cuando los legionarios se
detuvieron junto a la fuente. El procurador tenía prisa por acabar con aquel fastidioso asunto y
urgió a Civilis para que el reo fuera trasladado de inmediato al lugar de la ejecución. Al parecer,
y después de la pública derrota sufrida por el gobernador frente a los dignatarios del Sanedrín,
su propósito de regresar a Cesarea se había convertido poco menos que en una obsesión.
Poncio era consciente de que acababa de cometer un atropello y no tuvo valor para mirar
siquiera a Jesús.
El centurión cambió impresiones con varios de sus oficiales y, finalmente, fue designado un
tal Longino, un veterano soldado, natur