Test Drive | Page 271

Caballo de Troya J. J. Benítez terminó por desarmarle. Aquello, indudablemente, fue un golpe bajo. Tiberio, y más concretamente el temido Sejano, ya habían tenido noticia de las dos revueltas provocadas por la intransigente postura de Pilato (una motivada por la colocación de los emblemas e insignias del emperador en mitad de Jerusalén y la segunda, por la expropiación indebida del tesoro del templo para la construcción de un acueducto) y ambos sucesos le habían valido sendas amonestaciones. Si el inflexible general de la guardia pretoriana, que ocupaba el puesto del César, volvía a recibir inquietantes noticias sobre la conducta de su hombre de confianza en aquella provincia, la carrera política de Poncio podía verse seriamente alterada. De hecho, poco tiempo después de la muerte de Jesús de Nazaret, el procurador caería en un nuevo error político que precipitó su fin1. El sumo sacerdote, además, se había referido intencionadamente a su título de «amigo del César». Y aquella referencia humilló aún más la voluntad del juez romano. (Aunque Poncio Pilato, indudablemente, era conocido y amigo de Tiberio, la alusión de Caifás llevaba dinamita. El jefe de los sacerdotes sabía que el gobernador era miembro del «orden ecuestre», ostentando el título de aeques illustrior y la dignidad de «amigo del César»; es decir, una muy especial distinción. Aquel privilegio, precisamente, hacía aún más delicada su situación, de cara a la cúpula del Imperio. El Sanedrín tenía medios para hacer llegar a Sejano y a Tiberio, en la isla de Capri, sus quejas sobre lo que consideraban una nueva irregularidad del procurador. Y Poncio lo sabía.) En mi opinión, esta astuta maniobra final desmoralizó a Poncio, quien, vacío de un estricto sentido de la justicia y sin tiempo para reflexionar fríamente, cedió. Confundido y sin control se incorporó de la silla curul y señalando a Jesús, dijo sarcásticamente: -¡He aquí vuestro rey...! Caifás y los jueces hebreos sabían que acababan de herir de muerte los propósitos del romano y, animando nuevamente a la multitud, respondieron a Pilato: -¡Acaba con él...! ¡Crucifícale...! ¡Crucifícale! El gobernador se dejó caer sobre su asiento y prácticamente sin fuerzas exclamó: -¿Voy a crucificar a vuestro rey? Uno de los saduceos se situó sobre el segundo escalón y gritó, señalando la fachada del Pretorio: -¡