Caballo de Troya
J. J. Benítez
terminó por desarmarle. Aquello, indudablemente, fue un golpe bajo. Tiberio, y más
concretamente el temido Sejano, ya habían tenido noticia de las dos revueltas provocadas por
la intransigente postura de Pilato (una motivada por la colocación de los emblemas e insignias
del emperador en mitad de Jerusalén y la segunda, por la expropiación indebida del tesoro del
templo para la construcción de un acueducto) y ambos sucesos le habían valido sendas
amonestaciones. Si el inflexible general de la guardia pretoriana, que ocupaba el puesto del
César, volvía a recibir inquietantes noticias sobre la conducta de su hombre de confianza en
aquella provincia, la carrera política de Poncio podía verse seriamente alterada. De hecho, poco
tiempo después de la muerte de Jesús de Nazaret, el procurador caería en un nuevo error
político que precipitó su fin1.
El sumo sacerdote, además, se había referido intencionadamente a su título de «amigo del
César». Y aquella referencia humilló aún más la voluntad del juez romano. (Aunque Poncio
Pilato, indudablemente, era conocido y amigo de Tiberio, la alusión de Caifás llevaba dinamita.
El jefe de los sacerdotes sabía que el gobernador era miembro del «orden ecuestre»,
ostentando el título de aeques illustrior y la dignidad de «amigo del César»; es decir, una muy
especial distinción. Aquel privilegio, precisamente, hacía aún más delicada su situación, de cara
a la cúpula del Imperio. El Sanedrín tenía medios para hacer llegar a Sejano y a Tiberio, en la
isla de Capri, sus quejas sobre lo que consideraban una nueva irregularidad del procurador. Y
Poncio lo sabía.)
En mi opinión, esta astuta maniobra final desmoralizó a Poncio, quien, vacío de un estricto
sentido de la justicia y sin tiempo para reflexionar fríamente, cedió. Confundido y sin control se
incorporó de la silla curul y señalando a Jesús, dijo sarcásticamente:
-¡He aquí vuestro rey...!
Caifás y los jueces hebreos sabían que acababan de herir de muerte los propósitos del
romano y, animando nuevamente a la multitud, respondieron a Pilato:
-¡Acaba con él...! ¡Crucifícale...! ¡Crucifícale!
El gobernador se dejó caer sobre su asiento y prácticamente sin fuerzas exclamó:
-¿Voy a crucificar a vuestro rey?
Uno de los saduceos se situó sobre el segundo escalón y gritó, señalando la fachada del
Pretorio:
-¡