Caballo de Troya
J. J. Benítez
catarata de sangre que ocultaba su cara, se hicieron perfectamente visibles a todo el gentío.
Pero, al alzar la cabeza, las púas tropezaron en el arranque de la espalda, perforando la nuca
nuevamente. Y el dolor le obligó a bajar el rostro.
Juan Zebedeo, paralizado ante aquel trágico cambio de su Maestro, reaccionó al fin y
soltando el brazo de José de Arimatea se precipitó hacia Jesús, arrodillándose y llorando a los
pies del rabí. Los legionarios interrogaron al centurión con la mirada, dispuestos a retirar al
joven amigo del prisionero, pero Civilis, extendiendo su mano izquierda, indicó que le dejaran.
Durante algunos minutos, tanto Pilato como la muchedumbre se vieron sobrecogidos por el
desconsolado llanto del muchacho. Y un respetuoso silencio reinó en el patio.
El Maestro intentó por dos veces inclinarse hacia Juan, tratando de aproximar sus
temblorosas y ensangrentadas manos hacia el discípulo más amado, pero la trampa de espinos
y la rigidez del improvisado vendaje se lo impidieron.
- Aquel nuevo gesto de valentía del discípulo y el derrotado semblante del Nazareno
conmovieron sin duda al procurador. Y levantándose de su silla, dio unos cortos pasos hacia el
filo de la escalinata. Después, señalando a Jesús y sin perder de vista a Caifás y a los saduceos,
exclamó, tratando de mover la piedad de los acusadores:
-¡Aquí tenéis al hombre...! De nuevo os declaro que no le encuentro culpable de ningún
crimen... Después de castigarle, quiero darle la libertad.
Pilato, una vez más, se equivocaba. Y aunque la muchedumbre no se atrevió a replicar, el
sumo sacerdote y sus hombres si respondieron, entonando el conocido «¡crucifícale! ».
Y poco a poco, la multitud fue uniéndose a las manifestaciones de los sanedritas, coreando
sin piedad:
-¡Crucifícale...! ¡Crucifícale!
Poncio, decepcionado, regresó al tribunal y esperó a que el gentío se apaciguara. El viento,
cada vez más cálido y molesto, había empezado a levantar grandes torbellinos de polvo que
eran arrastrados desde el Este, azotando cada vez con mayor dureza aquella ala norte de la
Torre Antonia. Civilis captó de inmediato aquel cambio atmosférico y, tras comprobar cómo los
centinelas de vigilancia en los torreones de la muralla procuraban refugiarse del viento
racheado, me miró fijamente, recordándome con su rostro grave el presagio que le había hecho
esa misma mañana. Yo asentí con un movimiento de cabeza.
Pero nuestro silencioso «diálogo» se vio interrumpido por la voz del procurador. Una vez
calmada la turba, Poncio, con su mano derecha aplastando el peluquín (gravemente
comprometido por el incipiente «siroco»), habló a los hebreos, con un inconfundible tinte de
desaliento en sus palabras:
-Reconozco perfectamente que os habéis decidido por la muerte de este hombre. Pero, ¿qué
ha hecho para merecer su condena...? ¿Quién quiere declarar su crimen?
Caifás, congestionado por la ira, subió las escaleras y, tras escupir sobre Jesús, se encaró
con el gobernador, gritándole:
-Tenemos una ley sagrada por la que este hombre debe morir. Él mismo ha declarado ser el
Hijo de Dios..., ¡bendito sea su nombre!
Y girando la cabeza hacia el cabizbajo reo volvió a lanzarle otro salivazo.
El procurador miró a Jesús con un súbito miedo. La sangre seguía goteando desde su frente,
manchando el manto de Juan, quien, arrodillado y abrazado a los pies de su Maestro, no
parecía prestar atención alguna a lo que estaba ocurriendo.
Caifás retornó con paso decidido a la cabeza de la multitud y Poncio, con la faz pálida y los
cabellos en desorden, golpeó los brazos de la silla con ambas palmas, ordenando a Civilis que
llevara al galileo al interior de su residencia.
Los legionarios hicieron girar al rabí, conduciéndole nuevamente al «hall». Siguiendo un
impulso me agaché sobre Juan, animándole a que se incorporarse y a que cesase en su llanto.
Después, pasando mi brazo sobre sus hombros y apretando su cara contra mi pecho, le llevé al
interior del Pretorio.
Pilato, con las manos a la espalda, había empezado a dar cortos paseos por el centro del
«vestíbulo». Mientras tanto, Civilis y los soldados aguardaban a escasa distancia de la puerta.
Al verme, el procurador interrumpió sus nerviosos pasos y dirigiéndose hacia mí me
interrogó en voz baja, como si temiera que pudieran oírle:
-Jasón, ¿tú crees de verdad que este galileo puede ser un dios, descendido a la Tierra como
las divinidades del Olimpo?
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