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Caballo de Troya J. J. Benítez Al ver aparecer seis copiosos regueros de sangre por su frente y sienes temí que aquellas púas hubieran perforado la vena facial (que discurre desde la barbilla a la zona ocular). Me aproximé cuanto pude al rostro, pero no llegué a distinguir espina alguna clavada en el sector que cruza dicha vena. Otras, en cambio, habían perforado la frente y región malar derecha. Una de aquellas púas, en forma de gancho, había penetrado a escasos centímetros de la ceja izquierda (en el músculo orbicular), dando lugar a una intensa hemorragia, que cubrió rápidamente el arco superciliar, inundando de sangre el ojo, mejilla y barba. La profusa emisión de sangre indicaba que las espinas habían afectado gravemente la aponeurosis epicraneal (situada inmediatamente debajo del cuero cabelludo). La retracción de los vasos rotos por las espinas en esta área -extremadamente vascularizada- se hizo notar, como digo, de inmediato. La sangre comenzó a fluir en abundancia, goteando sin cesar desde la barba al pecho. Pero los soldados, no contentos con este bárbaro atentado, fueron en busca del manto púrpura que había quedado sobre el enlosado, echándoselo sobre los hombros. Otro de los legionarios puso una caña entre sus manos y arrodillándose exclamó entre el regocijo general: -¡Salve, rey de los judíos! Las reverencias, imprecaciones, salivazos y patadas en las espinillas del Nazareno menudearon entre aquella chusma, cada vez más divertida con sus ultrajes. Uno de los soldados pidió paso y colocando sus nalgas a escasos centímetros del rostro de Jesús se levantó la túnica, comenzando a ventosear con gran estrépito, provocando nuevas e hirientes risotadas. El jolgorio de la soldadesca se vio súbitamente cortado por la presencia del gigantesco Lucilio, atraído sin duda por el constante alboroto de sus hombres. Observó la escena en silencio y, con una sonrisa de complicidad, se situó frente al reo. Los legionarios, intrigados, guardaron silencio. Y el centurión, levantando su faldellín, comenzó a orinarse sobre las piernas, pecho y rostro de Jesús de Nazaret. Aquella nueva injuria arrastró a los romanos a una estrepitosa y colectiva carcajada, que se prolongaría, incluso, hasta después que el oficial hubiera concluido su micción. Mi corazón se sintió entonces tan abrumado y herido como si aquellas ofensas hubieran sido hechas a mi propia persona. Abatido me recosté sobre la pared del pórtico, con un solo deseo: ver aparecer a Civilis. Por una vez mis deseos se vieron cumplidos. El comandante de las fuerzas legionarias hizo su entrada en el patio central de la fortaleza Antonia en el momento en que uno de aquellos desalmados arrancaba la caña de entre las manos del Nazareno, asestándole un fuerte golpe sobre el «yelmo> de espinas. Las risotadas y los legionarios desaparecieron al instante, ante la súbita llegada de Civilis. Cuando el centurión interrogó a los guardianes sobre aquel nuevo escarnio, los soldados se encogieron hombros, haciendo responsables a sus compañeros. Pero éstos, como digo, se habían desperdigado entre las columnas y el patio. Visiblemente disgustado por la indisciplina de sus hombres, el oficial ordenó a los infantes que pusieran en pie al condenado y que le siguieran. Así lo hicieron y Jesús de Nazaret, algo más repuesto aunque sometido a constantes escalofríos, comenzó a caminar hacia el túnel, arrastrando prácticamente su pierna izquierda. A su lado, y pendientes del Galileo, avanzaron también otros tres soldados, que no se separarían ya del reo hasta el momento de su retorno al escenario de la flagelación. Eran las 11.15 de la mañana... El sol, cada vez más alto, iluminó la gigantesca figura de Jesús al salir del Pretorio. Al verle, la multitud que aguardaba frente a las escalinatas dejó escapar un murmullo, inevitablemente sorprendida por el lamentable aspecto del reo. La escolta se detuvo en mitad de la terraza, a la izquierda de la silla en la que esperaba Poncio. Este, al ver el casco de espinas sobre el cráneo del Maestro, se revolvió nervioso e indignado hacia Civilis, interrogándole mientras señalaba con su dedo índice hacia la cabeza del rabí. Ignoro qué pudo decirle el centurión. Mi atención había quedad