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Caballo de Troya J. J. Benítez interior de dicho círculo una serie de toscas figuras y letras. Pude distinguir una «B» -que servía, al parecer, para la llamada «jugada del Rey» o de «Basileus», en griego- y una corona real. Todas estas figuras aparecían separadas unas de otras mediante una línea que zigzagueaba por el interior del círculo. Los participantes utilizaban cuatro tabas, previamente marcadas con letras y cifras, que eran lanzadas sobre el círculo, cantando las diferentes jugadas, según las figuras o letras donde acertaran a caer. El juego fue animándose paulatinamente y varios de los legionarios cantaron jugadas como la de «Alejandro», «Darío» y el «Efebo». Por último, uno de los jugadores tuvo la fortuna de que uno de sus huesecillos fuera a rodar hasta la corona, gritando la «jugada del rey», que equivalía a nuestro «jaque mate» y, por tanto, al final del entretenimiento. Los soldados recogieron las tabas y el que había ganado, influido seguramente por aquel último golpe de suerte, reparó en el Galileo, animando a sus colegas a proseguir el juego, «pero esta vez con un rey de verdad... » La idea fue acogida con entusiasmo y el grupo se dirigió hacia el banco, dispuesto a divertirse a costa del que se había autoproclamado «rey de los malditos y odiados hebreos». La ausencia de Civilis hizo dudar a los que custodiaban a Jesús pero pronto se unieron a las chanzas y groserías de sus compañeros. De pronto, aquella decena de legionarios aburridos y desocupados se hizo a un lado, dando paso a otros dos infantes. Con aire marcial y conteniendo la risa, aquellos dos soldados fueron aproximándose al Nazareno, que había vuelto a inclinar la cabeza, soportando con su habitual mutismo aquel nuevo y amargo trance. Uno de los que había comenzado a desfilar hacia el prisionero traía en sus manos lo que, en un primer momento, me pareció una cesta de mimbre al revés. Pero cuando llegó a la altura del Galileo comprendí. No se trataba de una cesta, sino de un complicado «yelmo», trenzado a base de zarzas espinosas. Tenía forma de media naranja, con un aro o soporte en su base, formado por un manojo de juncos verdes, perfectamente ligados por otras fibras igualmente de junco. Según pude apreciar, el casquete espinoso había sido entretejido con media docena de ramas muy flexibles, en las que apuntaba un terrorífico enjambre de púas rectas y en forma de «pico de loro», con dimensiones que oscilaban entre los 20 milímetros y los 6 centímetros, aproximadamente1. Estaba claro que, mientras el grueso de los legionarios centraba sus burlas en Jesús, aquellos dos individuos habían entrado en alguno de los almacenes de leña de la fortaleza, ocupándose en la siniestra idea de trenzar una «corona» para el «rey de los judíos». La ocurrencia fue recibida con aplausos y risotadas. Y el que portaba aquel peligroso «casco» de delgadas y parduzcas ramas se inclinó, s