Caballo de Troya
J. J. Benítez
-¡Basta ya...! Ponedle en pie y vestidle.
La voz del oficial jefe resonó cargada de impaciencia. Y mientras los infantes tiraban de
Jesús, yo desconecté los circuitos de la «vara de Moisés», guardando las lentes de contacto.
Fue menester que dos legionarios apuntalaran el maltrecho cuerpo del Maestro al recuperar
la posición vertical. Su extrema debilidad hizo que sus rodillas se doblasen, obligando a los
soldados a sujetarle por las axilas. Otros romanos, a una orden de Civilis, acudieron en ayuda
de sus compañeros, procurando que el prisionero no se desplomase sobre el enlosado.
Al ser izado, algunas de las heridas -especialmente las de los costados- volvieron a sangrar a
borbotones y los riachuelos de sangre recorrieron rápidamente su vientre, ingles, muslos y
piernas, hasta derramarse sobre las losas.
Alguien recogió sus ropas y, tras enfundarle la túnica, dispuso el manto sobre el hombro
izquierdo, fajando después el tórax. El ropón quedó firmemente sujeto sobre el pecho y espalda
de Jesús, de forma que, juntamente con la túnica, hicieron las veces de vendaje. Aquellos
romanos sabían que aquél era un excelente procedimiento para taponar muchas de las brechas,
cortando así parte de las hemorragias. Sentí un estremecimiento al imaginar lo que podía
ocurrir en el momento en que el Galileo fuera desposeído de sus ropas. Si los coágulos
quedaban encolados al tejido -como así debía ser-, la retirada de la túnica signific