Caballo de Troya
J. J. Benítez
Hacía tiempo que el Nazareno se había hecho prácticamente un ovillo, con la cabeza y parte
del tórax reclinados sobre los brazos, en posición fetal. Los golpes, cada vez más lentos y
espaciados, seguían desgarrando sus nalgas, vientre, costados y zonas laterales de las piernas,
hiriendo, incluso, las plantas de los pies.
Algunos de los legionarios, aburridos o conmovidos por aquella salvaje paliza, habían
empezado a abandonar el lugar, ocupándose en sus quehaceres habituales.
Civilis, que venía observando el progresivo agotamiento de los verdugos, dirigió una
significativa mirada a Lucilio, el gigantesco centurión que yo había visto en el apaleamiento del
soldado romano. El de Pannonia comprendió las intenciones del primus prior y, abriéndose paso
a empujones entre los miembros de la cohorte, levantó su brazo capturando al vuelo el flagrum
del legionario situado a la derecha del Maestro, cuando aquél se disponía a descargar un nuevo
golpe.
La súbita presencia de aquella torre humana, empuñando el látigo de triple cola, fue
suficiente para que ambos verdugos se retiraran, dejándose caer -casi sin respiración- sobre las
losas del patio.
Y la soldadesca, conocedora de la fuerza y crueldad del oficial, guardó silencio, pendiente de
todos y cada uno de los movimientos de aquel oso.
Lucilio acarició las correas, limpiando la sangre con sus dedos. Después, colocándose a un
metro del costado izquierdo del prisionero, levantó su brazo derecho, lanzando un preciso y
feroz latigazo sobre la parte baja de las nalgas de Jesús. El zurriagazo debió tocar el coxis y el
afilado dolor reactivó el sistema nervioso del rabí, que llegó a incorporarse durante algunos
segundos. Pero, en medio de grandes temblores, sus músculos fallaron, hincándose de rodillas.
Los legionarios acogieron aquel estudiado ataque con una exclamación que iría repitiéndose
a cada latigazo:
-¡Cedo alteram!
Un segundo golpe, dirigido esta vez a la corva izquierda, hizo gemir al Maestro, al tiempo
que la soldadesca repetía entusiasmada:
-¡Cedo alteram!
El tercer, cuarto y quinto latigazos cayeron sobre los riñones...
-¡Cedo alteram...! ¡Cedo alteram...! ¡Cedo alteram..!
La violencia de Lucilio era tal que los astrágalos de carnero quedaban incrustados en la
carne, provocando en cada golpe una copiosa hemorragia.
-¡Cedo alteram...! ¡Cedo alteram...!
Las descargas sexta y séptima se centraron en cada uno de los pabellones auditivos de
Jesús. Y casi instantáneamente, por ambos lados del cuello corrieron unos gruesos goterones
de sangre. El Maestro inclinó su cabeza sobre el aro de metal y el centurión buscó el costado
derecho, vaciando toda su furia sobre el ombligo de Cristo.
-¡Cedo alteram!
El salvaje impacto sobre el vientre del reo afectó decisivamente a su ya castigado diafragma,
cortando prácticamente su penosa respiración. Aquel, probablemente, fue uno de los momentos
más delicados del castigo. Durante unos segundos que me parecieron interminables, la caja
torácica del Galileo permaneció inmóvil. Pero, al fin, los músculos intercostales reaccionaron,
aliviando la tensión pulmonar.
-¡Cedo alteram!
El noveno latigazo, propinado por el coloso en el desgarrado costado derecho de Jesús -y
pienso que lanzado con toda intención sobre los abiertos músculos serratos para disparar así la
congelada respiración del reo- emitió un so