Caballo de Troya
J. J. Benítez
La descarga fue tan brutal que las rodillas del reo se doblaron, clavándose en el enlosado de
caliza con un sonido seco. Pero, en un movimiento reflejo, el Galileo volvió a incorporarse, al
tiempo que el segundo verdugo descargaba un nuevo golpe con su bífido fiagmm.
-¡Tres...!
-¡Quattour...!
Aquellos soldados, consumados profesionales, manejaban los látigos haciendo girar
simplemente sus muñecas. De esta forma, las correas se rizaban, consiguiendo un máximo
efecto con un mínimo de esfuerzo.
-iQuinque!
El entrechocar de los huesecillos y de las bolas de metal fueron el único sonido perceptible
durante los primeros minutos. Jesús, totalmente encorvado, no había dejado escapar aún un
solo gemido. Los astrágalos y las piezas de plomo caían sobre la espalda, arrastrando en cada
retirada algunas porciones de piel. Desde el primer latigazo, varios regueros de sangre habían
empezado a correr por el cuerpo, deslizándose hacia los costados y goteando sobre el
pavimento.
Tal y como sospechaba, después del fenómeno del sudor sanguinolento, la piel del Maestro
había quedado en un estado de extrema fragilidad. Y aquella lluvia de golpes múltiples no tardó
en abrirla, convirtiendo los hombros, espalda y cintura en una carnicería. Poco a poco, a cada
silbido del «flagrum», las tabas y bolas penetraban en la piel, provocando su ablación o
separación, desgarrando los tejidos musculares y arrastrando vasos y nervios.
¡Triginta!
Al llegar al golpe número treinta, el reo se desplomó, manteniéndose de rodillas y con los
dedos fuertemente sujetos al aro de metal de la columna.
La espalda, hombros y zonas lumbares aparecían ya encharcadas en sangre, con un sinfín de
hematomas, azulados y gruesos como huevos de gallina. Las correas, por su parte, hablan ido
dibujando decenas de estrías -similares a arañazos- de una tonalidad vinosa. La presencia de
aquella multitud de hematomas -algunos de los cuales hablan empezado a estallar-, me hizo
sospechar que el dolor que soportó Jesús de Nazaret en aquellos primeros minutos tuvo que ser
de auténtico paroxismo.
Pero, afortunadamente para él, los golpes, descargados con tanta saña como precisión,
fueron abriendo muchos de los hematomas, convirtiendo la espalda en un río de sangre y,
consecuentemente, disminuyendo el dolor en cierta medida.
¡Quadraginta!
El latigazo número cuarenta llegó a los cuatro o cinco minutos de haberse iniciado el suplicio.
Pero, lejos de estremecerse, como había ocurrido con los anteriores golpes, el cuerpo del
Nazareno no reaccionó. Civilis levantó su vara de vid, interrumpiendo la flagelación. Y uno de
los sudorosos verdugos se echó sobre el reo, tirando de sus cabellos. Tras comprobar que se
hallaba inerme, soltó la cabeza, que cayó desmayada entre el hueco de los brazos.
El centurión apremió a sus hombres. Uno de los legionarios llenó un cubo con el agua de la
fuente, arrojándolo sobre la nuca del Nazareno. Al contacto con el líquido, la cabeza de Jesús se
movió ligeramente, mientras parte de la sangre escurría hasta el suelo, arrastrada por el agua.
Desde hacía rato, la columna, una amplia franja de la pared circular de la fuente y los
rostros, brazos y túnicas de los verdugos aparecían teñidos de rojo. La hemorragia,
generalizada ya en espalda y zona de riñones, había empezado a ser preocupante.
Aunque el suplicio había sido detenido en el golpe número 40, coincidiendo así casualmente
con la fórmula judía de flagelación1, la intención de Pilato -que seguía impasible y silencioso el
desarrollo de la tortura- era que aquella masacre continuase.
Los verdugos aprovecharon el breve descanso para inclinarse sobre el estanque y refrescar
sus caras, al tiempo que refregaban los brazos, tratando de limpiar los lamparones de sangre.
Aunque los legionarios encargados del tormento conocían el latín, estoy casi seguro que -a
1
La ley judía establecía para el castigo de la flagelación un total de 40 azotes menos uno. Así estaba escrito: «en
número de cuarenta» (El añadido, según R. Yehudá, sería el cuarenta). El reo era azotado can las manos atadas a una
columna. El servidor de la sinagoga le agarraba los vestidos y si se desgarraban, se desgarraban y si se destrozaban, se
destrozaban, hasta que le quedaba el pecho descubierto. Tras él había colocada una piedra y sobre ella se subía el
servidor de la sinagoga teniendo en su mano una correa de ternero. Ésta estaba primeramente doblada en dos y las
dos en cuatro; otras dos correas subían y bajaban en ella. (N. del m.)
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