Caballo de Troya
J. J. Benítez
-Poncio quiere un castigo... especial -añadió el centurión con una sarcástica sonrisa-. ¡Y por
Zeus que lo va a tener!
Las palabras del oficial me hicieron temblar. Miré a Jesús, pero el gigante seguía ausente e
inmóvil, con los ojos fijos en el chorro de agua que saltaba de la pequeña esfera que sostenía la
diosa en su mano izquierda.
Los cascos de los caballos, alejándose hacia una de las esquinas del recinto, marcaron el
principio de aquella tortura. De entre los legionarios se habían destacado dos, especialmente
fornidos. Ambos sostenían en sus manos sendos flagrum o látigos cortos, formados por mangos
de cuero y metal de apenas 30 centímetros de longitud. De uno de ellos partían tres correas de
unos 40 o 50 centímetros cada una, armadas en sus extremos de sendos pares de astrágalos
(tali) o tabas de carnero. El otro verdugo acariciaba los anillos de hierro de su plumbata, del
que salían dos tiras de cuero, provistas de un par de bolitas de metal (posiblemente plomo) en
cada punta.
A una señal del oficial en jefe, dos de los soldados de la escolta situaron al Maestro frente a
uno de los cuatro mojones o pequeñas mugas de cuarenta centímetros de altura, que rodeaban
la fuente y que eran utilizados para amarrar las riendas de las caballerías.
Uno de los legionarios intentó soltar las ligaduras de las muñecas, pero habían sido
dispuestas de tal forma que, tras varios e inútiles intentos, tuvo que echar mano de su espada,
cortándolas de un tajo. Después de casi ocho horas con los brazos atados a la espalda, las
manos de Jesús aparecían tumefactas y con un tinte violáceo.
Una vez desatado, los legionarios le desposeyeron del manto púrpura que había amarrado
Herodes Antipas en torno a su cuello, retirando a continuación su amplio ropón. Con la misma
violencia le despojaron de la túnica. Las ropas del Maestro cayeron sobre uno de los charcos de
orín de las caballerías. Por último, le desataron las sandalias, descalzándole.
Y acto seguido, el mismo soldado que había cortado las ligaduras se colocó frente al
prisionero, anudando sus muñecas por delante con los restos de la maroma que acababa de
sajar.
Jesús, con una total y absoluta docilidad, se dejó hacer. Su cuerpo había empezado a sudar.
Aquella reacción de su organismo me puso en alerta. La temperatura ambiente no era, ni
mucho menos, tan alta como para provocar aquella súbita transpiración. Di un pequeño rodeo a
la fuente, situándome frente a él y comprobé, efectivamente, cómo su rostro, cuello y costados
habían empezado a humedecerse. En ese momento lamenté no haberme encajado las lentes de
visión infrarroja. A juzgar por las cada vez más aceleradas pulsaciones de sus arterias carótidas
y por las sucesivas y profundas inspiraciones que estaba practicando, el rabí había empezado a
experimentar una nueva elevación de su tono cardíaco.
El Nazareno era perfectamente consciente de lo que le aguardaba y su organismo reaccionó
como el de cualquier individuo.
De un tirón, el legionario le obligó a inclinarse hacia el mojón de piedra, procediendo a
sujetar la cuerda en la argolla metálica que coronaba la pequeña columna. La gran altura del
Galileo y lo reducido del mojón le obligaron desde un primer momento a separar las piernas,
adoptando una postura muy forzada. Los cabellos habían caído sobre su rostro, ocultando sus
facciones por completo.
Por un lado me alegré de no poder ver su cara...
El sudor se fue haciendo más intenso, convirtiendo sus anchas espaldas y torso en una
superficie brillante.
De pronto, uno de los sayones se adelantó y agarrando el taparrabo de Jesús se lo arrebató
con un golpe brusco, dejándole totalmente desnudo.
La rotura de las cintas que sujetaban el taparrabo provocó un súbito e intenso dolor en los
genitales de Jesús. Su cuerpo se estremeció y sus rodillas se doblaron por primera vez.
Al verle desnudo, los legionar