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Caballo de Troya J. J. Benítez -¿Quién quiere testimoniar contra él? La muchedumbre sólo sabía repetir una única palabra: -¡Crucifícale! En vista de aquel tumulto, Civilis desenvainó su espada y, levantándola por encima de su casco, se dispuso a dar la señal para que sus hombres entraran en acción. Pero Pilato obligó al centurión a envainar su arma. Y agitando las palmas de sus manos pidió silencio. Poco a poco, aquellos fanáticos fueron recobrando la calma. Y el procurador, haciendo caso omiso de las anteriores peticiones del populacho, repitió su pregunta: -Os pido una vez más que me digáis qué preso deseáis que liberemos en este día de Pascua. La respuesta fue igualmente monolítica y contundente: -¡Entréganos a Barrabás! Pilato quedó silencioso y moviendo la cabeza en señal de desaprobación insistió: -Si suelto a Barrabás, el asesino, ¿qué hago con Jesús? Aquel nuevo signo de debilidad por parte del gobernador fue acogido con un brutal estallido de violencia. Y la palabra «¡Crucifícale! » se levantó como un trueno. La turba, con los puños en alto, siguió clamando, cada vez con más fuerza: -¡Crucifícale...! ¡Crucifícale...! ¡Crucifícale!. El vocerío impresionó tanto a Poncio que, asustado, se retiró de la terraza, perdiéndose en el interior de su residencia. Uno de los oficiales, siguiendo las instrucciones de Civilis, se apresuró a seguir al procurador. Y al rato, mientras la multitud, poseída por la idea de matar al Maestro, continuaba con su funesta petición de crucifixión, aquel centurión que había acudido en pos de Pilato reapareció en la entrada del pretorio, cursando una trágica orden a Civilis. El centurión jefe asintió con la cabeza y alzando sus brazos en un gesto autoritario ordenó silencio. La multitud obedeció, consciente del poder y de la extrema dureza de aquel extranjero. Una vez hecho el silencio, Civilis pronunció unas breves pero dramáticas palabras, que helaron el corazón de José y Juan: -La orden del procurador es ésta: el prisionero será azotado... Y con el más absoluto de los desprecios giró sobre sus talones, haciendo un gesto a sus hombres para que condujeran al reo al interior del pretorio. Sin pararme a pensarlo me lancé tras Civilis, uniéndome a la escolta que cruzaba ya el «hall» de la residencia. Eran las diez y m