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Caballo de Troya J. J. Benítez previa autorización de la guardia-, ninguno de aquellos israelitas sabía lo que estaba ocurriendo. Fue allí, a la vista de Jesús y de los sacerdotes, donde se dejaron arrastrar por la hábil y oportuna intervención de Caifás y los saduceos. Si el juicio contra Jesús se hubiera producido en otro momento o en otra jornada, sin la presencia de aquella turba, es posible que el Sanedrín no se hubiera salido con la suya. Pilato sabía de la llegada de aquel gentío. De hecho, la colocación de la tarima y de la silla sobre el embaldosado de la terraza obedecían única y exclusivamente a la ceremonia de la tradicional amnistía. Pero Poncio, dejándose llevar de su buena fe, cometió un grave error. Tras evacuar una serie de consultas con sus centuriones se levantó de la silla y, elevando la voz, preguntó a la multitud el nombre del preso elegido. «¡Barrabás!», respondió el pueblo como un solo hombre. Hasta ese momento, ni Pilato ni los jueces habían pronunciado el nombre de Jesús. Aquello significaba, tal y como suponía, que los hebreos habían llegado hasta el pretorio con la intención premeditada de solicitar la liberación del terrorista y así lo manifestaron antes de que el procurador les pidiera silencio y les explicara cómo los sacerdotes habían llevado a Jesús a su presencia y de qué le acusaban. En suma: aquel gentío -aun no estando presente el rabí de Galilea- hubiera clamado por Barrabás, el «zelota». Pero, como ya anuncié, la oportuna intervención de Caifás y sus secuaces y el oro que había sido repartido entre un puñado de judíos, mezclado estratégicamente entre aquella multitud, terminaron por inclinar la balanza hacia el Sanedrín. Cuando Poncio terminó de explicar a la muchedumbre la presencia de Jesús en aquel tribunal, dejando bien claro que «él no veía en aquel hombre razones que justificaran dicha sentencia», formuló una segunda pregunta: -¿A quién queréis que libere? ¿A Barrabás, el asesino, o a este Jesús de Galilea? Por un instante, los cientos de hebreos quedaron atónitos. No se produjo una respuesta fulminante. Aquella gente, eso fue evidente, dudó. Caifás y los saduceos se dieron cuenta del grave riesgo que suponía aquel silencio y, adelantándose hacia Pilato, gritaron con fuerza: -¡Barrabás...! ¡Barrabás! La iniciativa de los sanedritas tuvo un rápido eco. Desde diferentes puntos del atestado patio se levantaron otras voces, pertenecientes sin duda a los judíos sobornados, que clamaron también por la liberación del revolucionario. Y en cuestión de segundos, la masa entera imitó a los sacerdotes, uniéndose al coro de Caifás. Fue inútil que Juan Zebedeo se quebrara casi la garganta, gritando el nombre de su Maestro. Su voz quedó sepultada por un «¡Barrabás!» rotundo y generalizado, repetido una y otra vez hasta que el procurador, levantando los brazos, pidió silencio. En los ojos de Poncio había una llamarada de odio hacia aquellos saduceos, flagrantes inductores de una masa amorfa e ignorante. Como dije, la irritación del procurador romano no tenía su origen en el hecho circunstancial de que aquel galileo pudiera ser o no sentenciado. Lo que le encolerizaba era, precisamente, que su decisión de poner en libertad al Maestro se viera olímpicamente despreciada por la casta sacerdotal. Pero el error de Pilato, ofreciendo a Jesús como posible candidato a la liberación, aún era susceptible de rectificación. Y tomando nuevamente la palabra les recriminó su alevosa conducta: -¿Cómo es posible escoger la vida de un asesino -dijo señalando directamente a Caifáscontra la de este galileo cuyo peor crimen es creerse rey de los judíos? El resultado de aquellas palabras fue totalmente contrario a lo que podía esperar Pilato. Los jueces se mostraron sumamente ofendidos por lo que consideraron un insulto a su soberanía nacional, instigando a la muchedumbre a que clamara con mayor fuerza por la libertad del «zelota». Y así ocurrió. Aquellos hebreos, en su mayoría gente inculta, bataneros, cargadores, mendigos, peregrinos desocupados y, por supuesto, levitas libres de servicio en el templo, levantaron de nuevo sus voces, exigiendo a Barrabás. Aquella súbita explosión popular hizo dudar al procurador, quien, acompañado de sus oficiales, se retiró a deliberar. Ahora estoy convencido que si Poncio no hubiera mezclado al Nazareno en aquella elección, seguramente no se habría visto comprometido ante los dignatarios sacerdotales. 256