Caballo de Troya
J. J. Benítez
Nazaret hasta el momento crítico de la flagelación y que, como veremos más adelante, fue el
mismo con el que le cubrieron los legionarios romanos.)
A las diez de la mañana, la escolta se retiró del palacio de los Asmoneos, reemprendiendo el
retorno a la fortaleza Antonia. Al igual que en el camino de ida, un cerrado grupo de hebreos
siguió silencioso y vigilante a los legionarios que protegían al rabí.
En esos momentos, inesperadamente, Judas Iscariote se desligó de la turba que encabezaba
Caifás y me sorprendió con una pregunta...
Al principio titubeó. Miró a su alrededor con desconfianza y, finalmente, se decidió a
hablarme. Judas debía pensar que mi constante presencia cerca del Maestro me había
convertido en uno de sus seguidores. Sin embargo, terminó por vencer su recelo y
apartándome del pelotón de escolta me interrogó sobre el desarrollo del interrogatorio en el
palacio de Antipas. Le relaté lo sucedido y el Iscariote, por todo comentario, lamentó el silencio
de Jesús, añadiendo:
-¡Qué nueva oportunidad perdida...!
Le dije que no comprendía y el Iscariote, evitando mi mirada, me habló de sus tiempos como
discípulo del Bautista y de cómo jamás había perdonado al Maestro que no intercediera en favor
de la vida de Juan. Ahora -según el traidor-, Jesús tampoco había hecho nada por reivindicar la
memoria de su amigo y primo hermano. Aquella confesión me sorprendió. Por lo visto, el
Iscariote se había unido al Nazareno a raíz del encarcelamiento del Bautista y llegué a pensar
que buena parte de su odio hacia el rabí venía arrastrado precisamente por aquellas
circunstancias.
Ambos continuamos en silencio. Yo ardía en deseos de preguntarle la razón de su traición,
pero no tuve valor. Y sólo me atreví a interrogarle sobre la causa por la que se había
adelantado al grupo de soldados en la noche del prendimiento. Judas, aislado y humillado por
unos y otros, sentía la necesidad de sincerarse. Pero su respuesta fue una verdad a medias...
-Sé que nadie me cree -se lamentó-, pero mi intención fue buena. Si me adelanté a los
soldados y levitas del templo fue para advertir al Maestro y a mis compañeros del campamento
de la proximidad de la tropa que venía a prenderle.
Guardé silencio. Aquella manifestación, en efecto, resultaba difícil de aceptar. Es posible que
Judas, dada su cobardía, hubiera podido maquinar semejante «arreglo». De esta forma, los
discípulos quizá no habrían llegado a desconfiar de su presencia. Pero sus intenciones, si es que
realmente fueron éstas, se vieron truncadas ante la inesperada presencia del Nazareno en
mitad del camino que conducía al huerto.
No hubo tiempo para más. Civilis y sus hombres penetraron de nuevo por la muralla norte
de la Torre Antonia, dirigiéndose hacia las escalinatas del pretorio.
Al llegar a la terraza donde se había celebrado aquella primera parte del interrogatorio, me
desconcertó la presencia de una tarima semicircular sobre la que había sido dispuesta una silla
«curul», destinada generalmente para impartir justicia. El centurión dejó a Jesús al cuidado de
sus hombres y entró en la residencia.
El resto de los hebreos, con el sumo sacerdote en primera línea, aguardó, como de
costumbre, al pie de las escaleras. Esta vez, José de Arimatea si había entrado en el recinto de
la Torre.
Pilato no tardó en aparecer y tomando asiento en la silla transportable se dirigió a Caifás y a
los saduceos:
-Habéis traído a este hombre a mi presencia acusándole de pervertir al pueblo, de impedir el
pago del tributo al César y de pretender ser el rey de los judíos. Le he interrogado y no le creo
culpable de tales imputaciones. En realidad no veo falta alguna... Le he enviado a Herodes y el
tetrarca ha debido llegar a las mismas conclusiones, ya que me lo ha enviado nuevamente. Con
toda seguridad, este hombre no ha cometido ningún delito que justifique su muerte. Si
consideráis que debe ser castigado estoy dispuesto a imponerle una sanción antes de soltarle.
Juan, sin poder contener su alegría, dio un brinco, abrazándose a José de Arimatea.
Pero, cuando todo parecía inclinarse a favor del Nazareno, el patio existente entre la
escalinata y el portalón de la muralla se vio súbitamente invadido por cientos de judíos.
Irrumpieron tranquila y silenciosamente, con un grupo de soldados romanos a la cabeza.
Tal y como me había advertido el anciano de Arimatea, aquella muchedumbre había acudido
hasta la casa del procurador, deseosa de asistir al indulto de un reo. Y es de gran importancia
resaltar que, en el momento en que dicha masa humana llegó frente a la residencia de Poncio 255