Caballo de Troya
J. J. Benítez
Malta que formaban una doble túnica y que transparentaban una piel aceitunada. Su cabeza
presentaba una cinta blanca que aprisionaba las sienes y sobre las que se alzaban tres pisos de
trenzas tan negras como sus ojos. Aquel complicado peinado estaba rematado en su cúspide
por pequeñas caracolas, hechas de rizos cilíndricos.
Civilis, al verla, fijó sus ojos en los pequeños pechos, perfectamente visibles a través de los
lienzos. Y volviéndose hacia mí, me guiñó un ojo.
Antipas se aproximó a Jesús y sacudiendo con sus dedos algunas de las lenguas de flamenco
que habían quedado enredadas en sus cabellos, tranquilizó a la mujer, asegurándole que aquel
mago no era siquiera la sombra del aborrecido Juan el Bautista. Herodías, con las cejas y
pestañas teñidas con brillantina y los párpados sombreados por alguna mezcla de lapislázuli
molido, observó detenidamente al reo. Después, contoneándose sin el menor pudor, se alejó
del Maestro, buscando acomodo en el trono de madera. Una vez allí, y ante la expectación
general, le hizo una señal a Antipas, indicándole que se aproximara. Herodes obedeció al
instante. Y tras susurrarle algo, el tetrarca, sonriendo maliciosamente, descendió del
entarimado hasta situarse a espaldas del rabí. Acto seguido tomó el filo de la túnica de Jesús,
levantándola lentamente, de forma que Herodías y sus cortesanos pudieran contemplar las
piernas del Nazareno. Antipas prosiguió hasta descubrir la totalidad de los musculosos muslos
del prisionero, así como el taparrabo que le cubría. Los labios de Herodías, de un rojo carmesí,
se abrieron con palpable admiración, al tiempo que un oleada de indignación empezaba a
quemarme las entrañas.
Civilis notó mi creciente cólera e, inclinándose hacia mí, comentó:
-No te alarmes. La ley judía le concede a ese puerco hasta un total de 18 mujeres, pero su
impotencia es tan pública y notoria que esa ramera busca consuelo hasta en los esclavos de las
caballerizas... Y Herodes lo sabe. Herodías lo tiene cogido por el trono y por los testículos...
Las palabras del oficial fueron tan acertadas como proféticas. ¡Qué poco sospechaba Antipas
que, precisamente aquella mujer, sería la causa de su desgracia final...!1
La humillante escena fue zanjada por el centurión. El tiempo apremiaba y con amables pero
firmes palabras rogó al tetrarca que le comunicara su veredicto respecto al prisionero.
-¿Veredicto? -argumentó Antipas, que hacia tiempo que había comprendido que el Galileo no
deseaba abrir la boca-. Dile a Poncio que agradezco su gentileza, pero que Judea no entra
dentro de mi jurisdicción. Que sea él quien decida.
Y dando media vuelta se encaminó hacia uno de sus amigos. Le arrebató un costoso manto
de púrpura con que se cubría y, sin más explicaciones, lo depositó sobre los hombros del
Maestro, soltando una larga y estridente carcajada, que fue aplaudida por sus amigos y
parientes.
Caifás y los sacerdotes, tan decepcionados como Antipas, se encaminaron hacia la puerta,
mientras Civilis, tras saludar brazo en alto al tetrarca y a Herodías, empujó a Jesús, indicándole
que la visita había terminado.
Al abandonar la sala aún resonaban los aplausos de la camarilla de Herodes, sumamente
complacida por aquel último gesto de burla y escarnio del edomita.
(Una vez más, el testimonio de algunos exegetas no coincidía con la realidad. Jesús no fue
cubierto con un manto blanco, en señal de demencia, tal y como señalan estos comentaristas
bíblicos, sino con uno rojo brillante, que reflejaba la mofa de Herodes Antipas, considerándole
como un «libertador» o un «rey» de pacotilla. Un manto que acompañaría ya a Jesús de
1
Esta fulminante afirmación del mayor me llevó a revisar cuantos documentos me fue posible, en busca del
desgraciado final de Herodes Antipas. Con gran so '&W6