Caballo de Troya
J. J. Benítez
Decepcionado por el silencio del Galileo, Herodes cambió de táctica. Y señalando a uno de
sus leales, exclamó:
-¡Manaén!... ¡Llama a Herodías!
Y el viejo syntrophos o preceptor de Herodes Antipas se apresuró a salir del salón de
audiencias, en busca de la amante de su señor.
Herodes, lejos de irritarse por el mutismo del Galileo, parecía íntimamente complacido.
Aquella actitud resultaba muy extraña y, disimuladamente, fui bordeando el filo de la piscina,
procurando no resbalar sobre el pulido pavimento de mármol con incrustaciones de coral rosa.
Su pasión por el helenismo, tal y como me había adelantado el centurión, se notaba, no sólo en
su atuendo y en los hombres que le rodeaban, sino también en la decoración del palacio. Aquel
piso, por ejemplo, primorosamente trabajado a base de diminutas porciones del uniforme v
brillante coral llamado «piel de ángel» -extraído posiblemente del Mediterráneo- era una de las
pruebas más elocuentes del refinamiento de que hacía gala aquel personaje. Los artesanos
fenicios al servicio de Antipas habían logrado formar un gigantesco y hermosísimo «cuadro» de
la legendaria Medusa y de Teseo, su asesino1, embutiendo en las planchas de mármol miles de
gránulos de coral que daban forma a la citada escena mitológica.
De esta forma me aproximé a un costado de Civilis y, en voz baja, le pregunté por qué el
tetrarca adoptaba aquella actitud. El centurión -que conocía bien la desordenada vida de
Antipas- me sugirió una explicación nada despreciable:
Todo Israel sabe que Herodes temía y respetaba al fogoso profeta que llamaban el Bautista.
En alguna ocasión, este loco llegó a comentar que Jesús de Galilea podía ser Juan. No sería de
extrañar que, al comprobar el silencio del prisionero, su desequilibrada razón haya recobrado la
calma.
De pronto, Antipas salió de sus pensamientos y tomando una copa de cristal se aproximó al
estanque. Se inclinó y la llenó con aquel liquido blanco. Después, situándola a la altura del
rostro del Nazareno, le preguntó con soma:
-Dime, galileo, ¿podrías convertir la leche en vino?
Jesús, inmóvil, no pestañeó. Su cara seguía baja.
Herodes se encogió de hombros y regresó a su colchón de plumas. Uno de los criados,
posiblemente un eunuco, a juzgar por sus anillos en las orejas y sus caderas y ademanes
feminoides, se arrodilló ante el tetrarca, procediendo a calzarle. Aquellas sandalias con cintas
doradas me llamaron la atención. Ambas plantas aparecían cubiertas con una serie de finísimas
almohadillas. Una vez ajustadas, Antipas se puso nuevamente en pie y, ante mi sorpresa, bajo
el peso de su cuerpo, aquellas bolsitas empezaron a rezumar un líquido transparent R