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Caballo de Troya J. J. Benítez Había sido elevado sobre un entarimado, también de oscura madera. A corta distancia, y ocupando el centro de la sala, se abría una piscina circular de cuatro o cinco metros de diámetro y una profundidad difícil de precisar, a causa del líquido blanco que la llenaba. A los pies del trono, una veintena de individuos aparecían recostados en voluminosos y blancos almohadones de plumas. Al vernos se hizo un gran silencio. Pero, por más que traté de identificar a Antipas, no lo logré. El Maestro fue situado por el centurión frente al sillón, de madera, entre la piscina y aquella pléyade de acicalados «primos y amigos» del tetrarca, que miraban estupefactos al galileo y a los legionarios romanos. Caifás rompió al fin aquel violento silencio. Se adelantó hacia el grupo de cortesanos y extendió el pergamino de las acusaciones a un individuo extremadamente flaco, igualmente recostado y semioculto entre los cojines. Al ponerse en pie apareció ante mí un Herodes difícil de imaginar. A pesar de sus 55 años, su aspecto era el de un viejo. Bajo una túnica prácticamente transparente se adivinaba un pellejo esquelético, sembrado de costras cenicientas y sucias, que los romanos denominaban la enfermedad de «mentagra»1. Aquellas úlceras -que hoy nos harían pensar en una posible sífilis- se habían hecho especialmente prolíficas en sus manos, cuello y rostro. Para colmo, Antipas lucía un cabello largo y recortado en la frente, teñido de un rubio aparatoso. Después de examinar el pergamino, Herodes fijó su mirada en Jesús, al tiempo que el sumo sacerdote se deshacía en todo tipo de explicaciones sobre el proceso que se había seguido contra aquel impostor y sobre los deseos del procurador romano de que el tetrarca procediera al interrogatorio del galileo. Antipas arrojó el rollo a los pies de Caifás. Este, confundido por la in