Caballo de Troya
J. J. Benítez
En esta ocasión fue el propio Civilis quien se responsabilizó de la custodia del Maestro. Los
ánimos de los judíos se hallaban tan alterados que, con muy buen criterio, el centurión se rodeó
de una pequeña escolta de diez legionarios, emprendiendo el camino hacia la residencia de
Herodes Antipas, tetrarca de Galilea y, como Pilato, visitante en aquellas fechas en Jerusalén.
Este Herodes era hijo del tristemente célebre Herodes el Grande, el que había ordenado la
matanza de los niños menores de dos años en Belén y su entorno. Una masacre muy propia del
carácter y trayectoria de aquel rey, odiado por el pueblo y al que llamaban con el despreciativo
de «criado edomita». A través de numerosas pesquisas, Caballo de Troya pudo averiguar que la
sanguinaria matanza de los « inocentes» alcanzó a una treintena de niños1.
Civilis, a la cabeza, cruzó el puente levadizo. Detrás, los soldados, arropando al Maestro y
formados en dos hileras. Y a escasa distancia, el resto del grupo: Caifás, el puñado de jueces,
Judas Iscariote, Juan Zebedeo, el anciano José de Arimatea y yo.
Mientras salíamos de la fortaleza me volví hacia el portalón abierto en la muralla norte y la
confusión reinó de nuevo en mi cerebro. Según los textos evangélicos, «una gran
muchedumbre» debía acudir hasta las mismísimas puertas del pretorio. Pero, ¿cómo podía ser
esto? De momento, las entrevistas con Poncio Pilato se habían celebrado poco menos que de
forma privada. Sólo aquella reducida representación del Sanedrín había tenido acceso al interior
de la Torre Antonia...
«Además -seguí reflexionando mientras descendíamos en dirección al barrio alto de la
ciudad-, sin el expreso consentimiento del procurador o de sus oficiales, ningún hebreo podía
traspasar el muro o parapeto exterior y, mucho menos, el foso que rodeaba aquella zona del
cuartel general romano.»
¿Qué iba a ocurrir, por tanto, para que la multitud judía pudiera llegar hasta las escalinatas
de la residencia privada de Poncio?
Juan, el discípulo amado de Jesús, informó inmediatamente a José y al mensajero de cuanto
había sucedido al pie del pretorio y en el interrogatorio privado del procurador, evitando, eso si,
su conversación con el romano. El joven Zebedeo había recobrado las esperanzas. Le vi
optimista ante las declaraciones de Pilato. Verdaderamente llevaba razón. Si el proceso se
hubiera mantenido dentro de aquella línea, prácticamente circunscrito al pequeño circulo de los
sanedritas y del gobernador extranjero, quizá la suerte del Maestro hubiera sido otra. Pero las
maquinaciones de Caifás y sus hombres no cesaban...
El «correo», una vez recogidas las últimas noticias sobre Jesús, se despidió de los amigos del
rabí, desapareciendo a la carrera hacia el campamento de Getsemaní.
Fue al cruzar bajo la puerta de los Peces cuando el de Arimatea, al ver cómo un nutrido
grupo de hebreos, presidido por varios jefes del Templo y otros fariseos, se unía al sumo
sacerdote y a los saduceos, expresó su desaliento. Mientras aguardaba frente al parapeto de
piedra de Antonia, José había recibido una información que venía a complicarlo todo: Anás, de
mutuo acuerdo con los jueces, había empezado a repartir secretamente monedas de oro
pertenecientes al tesoro del Templo. Después de anotar los nombres de cada uno de los
sobornados, los tres gizbarîm o tesoreros oficiales habían impartido una consigna común:
«clamar ante Poncio Pilato la muerte del impostor de Galilea».
Al ver cómo el grupo inicial de saduceos aumentaba sensiblemente, pregunté al de Arimatea
cómo pensaba Caifás introducir aquella muchedumbre en el recinto de la fortaleza.
-Dudo mucho -le dije- que Pilato y sus tropas lo autoricen.
José despejó mis dudas en un segundo. Casualmente aquella misma mañana del viernes,
víspera de la Pascua, los judíos disfrutaban de una antigua prerrogativa. Cientos de hebreos
tenían por costumbre subir hasta las inmediaciones del Pretorio y asistir a la liberación de un
1
Antes de iniciar la misión, yo habla recibido una completa información sobre quién era este tetrarca o gobernador
de Galilea: Herodes, por sobrenombre Antipas o «igual a su padre». Y la verdad es que dicho apodo encajaba a la
perfección. Herodes Antipas había heredado el gobierno de las tierras del norte (Galilea) a la muerte de su funesto
padre, Herodes el Grande, en el año menos 4 de nuestra Era. Tenía 17 años. Según el primer testamento de su padre,
Antipas debería de haber recibido el reino de Judea. Pero Herodes el Grande cambió de idea y sustituyó a Antipas por
su otro hijo Arquelao, que se hizo cargo del citado reino de la Judea. Y Herodes Antipas recibió, como digo, Galilea. Un
tercer hijo, Filipo, fue designado también tetrarca de la Perea. Fue precisamente a este último a quien Herodes Antipas
le quitaría su mujer, la no menos célebre Herodias, responsable, al parecer, del asesinato del primo hermano de Jesús
de Nazaret, Juan el Bautista. (N. del m.)
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