Caballo de Troya
J. J. Benítez
-Esas ratas -me comentó refiriéndose a los sacerdotes que aguardaban junto al parapeto
exterior- no tienen escrúpulos para pedirnos que se ejecute a uno de los suyos y, sin embargo,
no quieren entrar en el pretorio por miedo a contaminarse y no poder celebrar su maldita
Pascua...
Civilis llevaba razón. Los judíos -y muy especialmente los miembros de las diferentes castas
sacerdotales- tenían prohibido entrar durante la celebración de la fiesta anual de la Pascua en
las casas de los gentiles (todas ellas eran sospechosas de albergar alimentos que pudieran
contener levadura, y este contacto con sustancias fermentadas estaba rigurosamente
prohibido)1.
Esto me hizo pensar que el procurador y sus hombres no tendrían más remedio que
escuchar a Caifás y a los saduceos «a las puertas» del pretorio. (Casi seguro -deduje- muy
cerca de esas escalinatas que acabo de subir.) Y dispuse mi «vara de Moisés» para el que iba a
ser el primer encuentro oficial de Poncio con los miembros del Sanedrín.
En efecto, hacia las ocho y quince minutos de aquella mañana del viernes, 7 de abril, el
obeso procurador apareció en lo alto de la escalera central del «hall» donde yo esperaba. Venía
acompañado de Civilis y de tres o cuatro centuriones más.
Al verme se apresuró a bajar las escalinatas, saludándome con el brazo en alto. Poncio había
cambiado la indumentaria. En esta ocasión, y dada su calidad de representante del César, se
había enfundado en una coraza de metal, corta y «musculada», bellamente trabajada y
brillante como un espejo, al estilo de los mejores blindajes griegos de la época. Bajo la
armadura lucía una túnica corta de seda, de media manga, de color hueso, meticulosamente
planchada y rematada por flecos de oro. El voluminoso vientre del procurador sobresalía por
debajo de la coraza, proporcionándole un perfil muy poco caballeresco.
Alrededor de su cuello y colgando por la espalda traía un manto o sagum de una tonalidad
«burdeos» muy apagada. Pero lo que más me llamó la atención fueron sus piernas: aparecían
totalmente ceñidas con bandas de lino. Aquello me hizo sospechar que el procurador padecía de
varices.
El centurión jefe le había puesto en antecedentes de mis deseos y de ese «presagio» celeste
que había adelantado a Civilis y, sin poder contener su morbosidad, me interrogó, al tiempo
que me invitaba a caminar junto a él hacia la puerta de entrada a su residencia.
Le expliqué como pude que «los astros habían anunciado para esa misma mañana un
funesto augurio y que, por el bien de todos, extremase sus precauciones...».
No hubo tiempo para más. Poncio Pilato y sus oficiales se detuvieron en la «terraza»,
mientras uno de los centuriones descendía las escaleras, en busca, sin duda, de Caifás y de
aquel galileo que había empezado a estropear la apacible jornada del procurador. El viento
despeinó a Poncio, poniendo en dificultades su postizo. Aquello debió acrecentar su ya evidente
malhumor. El hecho de tener que salir a las puertas del pretorio para recibir al sumo sacerdote
y a los miembros del Sanedrín no le había hecho muy feliz...
Al poco vi aparecer por el arco de la muralla al grupo que encabezaba Caifás.
Inmediatamente detrás de éste, Jesús, el legionario romano que le había custodiado durante
toda la noche, Juan Zebedeo y los levitas y criados del Sanedrín.
Al llegar al pie de la escalinata, los saduceos se detuvieron, advirtiendo al procurador que su
religión les impedía dar un solo paso más. Poncio miró a Civilis y con un gesto de disgusto
avanzó hasta situarse en el filo mismo de los peldaños. Una vez allí, y en tono desabrido, les
preguntó:
-¿Cuáles son las acusaciones que tenéis contra este hombre?
Los jueces intercambiaron una mirada y, a una orden de Caifás, uno de los saduceos
respondió:
-Si este hombre no fuera un malhechor no te lo hubiéramos traído...
Poncio guardó silencio. Sujetó su manto y comenzó a descender las escaleras.
Inmediatamente, Civilis y los centuriones se apresuraron a seguirle, rodeándole.
El romano, siempre en silencio, se aproximó a Jesús, observándole con curiosidad El Maestro
permanecía con la cabeza baja y las manos atadas a la espalda. Sus cabellos, revueltos por el
fuerte viento, ocultaban en parte las excoriaciones de su rostro.
1
En su Orden Segundo, la Misná establece que en la noche del 14 del mes de Nisán (vigilia de la fiesta de Pascua)
«debía rebuscarse toda sustancia con levadura (generalmente cereales) a la luz de una vela». (N. del m.)
#CP