Caballo de Troya
J. J. Benítez
Poncio dio una vuelta completa en torno al Nazareno. Después, sin hacer comentario alguno,
pero con una evidente mueca de repugnancia en sus labios, volvió a subir los peldaños. Sin
lugar a dudas -y Civilis me confirmaría esta sospecha poco después-, el procurador había sido
previamente informado de la sesión matinal del Sanedrín, así como de las discrepancias
surgidas entre los jueces a la hora de fijar las acusaciones. (Según Civilis, una de las sirvientas
y el intérprete de la esposa de Pilato, Claudia Prócula, conocían las enseñanzas de Jesús de
Nazaret, habiendo informado al procurador de los prodigios y de las predicaciones del rabí.)
Cuando se encontraba en mitad de la escalinata, Pilato se detuvo y, girando sobre sus
talones, se encaró de nuevo con los hebreos, diciéndoles:
-Dado que no estáis de acuerdo en las acusaciones, ¿por qué no lleváis a este hombre para
que sea juzgado de conformidad con vuestras propias leyes?
Aquellas frases del procurador cayeron como un jarro de agua fría sobre los sanedritas, que
no esperaban semejante resistencia por parte de Poncio. Y, visiblemente nerviosos,
respondieron:
-No tenemos derecho a condenar a un hombre a muerte. Y este perturbador de nuestra
nación merece la muerte por cuanto ha dicho y hecho. Esta es la razón por la que venimos ante
ti: para que ratifiques esta decisión.
Pilato sonrió maliciosamente. Aquel público reconocimiento de la impotencia judía para
pronunciar y ejecutar una sentencia de muerte, ni siquiera contra uno de los suyos, le había
llenado de satisfacción. Su odio por los judíos era mucho más profundo de lo que podía
suponer.
-Yo no condenaré a este hombre -intervino el romano, señalando a Jesús con su mano
derecha- sin un juicio- Y nunca consentiré que le interroguen hasta no recibir, por escrito recalcó Poncio con énfasis-, las acusaciones...
Sin embargo, el procurador había subestimado a los sanedritas. Y cuando Pilato consideraba
que el asunto había quedado zanjado, suspendiendo así el enojoso asunto, Caifás entregó uno
de los dos rollos que portaba a un escriba judicial que los acompañaba, rogando al procurador
que escuchase las «acusaciones que había solicitado».
Aquella maniobra sorprendió a Poncio, que no tuvo más remedio que detener sus pasos
cuando estaba a punto de entrar en su residencia. Cada vez más irritado por la tenaz
insistencia de Caifás y los saduceos, se dispuso a escuchar el contenido de aquel pergamino.
El escriba lo desenrolló y, adoptando un tono solemne, procedió a su lectura:
-El tribunal sanedrita estima que este hombre es un malhechor y un perturbador de nuestra
nación, en base a las siguientes acusaciones:
»1.ª Por pervertir a nuestro pueblo e incitarle a la rebelión.
»2.ª Por impedir el pago del tributo al César.
»3.ª Por considerarse a sí mismo como rey de los judíos y propagar la creación de un nuevo
reino.
Al conocer aquellas acusaciones oficiales comprendí que dicho texto -que nada tenía que ver
con lo discutido en el juicio- había sido amañado por Anás y el resto de los miembros del
Consejo en su segunda entrada en la sala del Tribunal, mientras el Maestro y todos los demás
esperábamos en el patio central del edificio del Sanedrín. Ahora me explicaba el porqué de
aquellas agrias discusiones entre Caifás, Anás y los jueces y la súbita aparición de un segundo
pergamino en las manos del sumo sacerdote, momentos antes de salir hacia la Torre Antonia.
Muy astutamente, los saduceos habían preparado aquellas tres acusaciones, de forma que el
procurador romano se viera inevitablemente involucrado en el proceso.
Poncio pidió a Civilis que se aproximara y le susurró algo al oído. El centurión asintió con la
cabeza. (Aquella consulta confidencial -según supe por el comandante en jefe de la legión- se
había centrado en las informaciones que obraban en poder del procurador y que, tal y como
todos sabíamos, señalaban que el complot contra el Nazareno tenía unas raíces pura y
estrictamente religiosas.)
Pilato comprendió al momento que aquel «cambio» en la estrategia de los sacerdotes
obedecía únicamente a su fanatismo y ciego odio hacia aquel visionario, que había sido capaz
de desafiar la autoridad del sumo pontífice, ridiculizando a las castas sacerdotales. Sin
proponérselo, Caifás y sus esbirros habían conseguido con aquel engaño que Poncio Pilato se
inclinase ya, desde un principio, no en favor de Jesús -a quien prácticamente ignoraba- sino en
contra de aquella «ralea de mala madre», según palabras del propio romano. (Era sumamente
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