Test Drive | Page 244

Caballo de Troya J. J. Benítez Al cruzar el puente levadizo, similar al que facilitaba el acceso por el túnel, uno de los guardias me salió al paso. Tuve que repetir la operación. El centinela revisó la orden del procurador y me ordenó que esperase. Después salió del puesto de guardia, adentrándose en el interior de la fortaleza. Aquella monumental puerta, coronada por un arco de medio punto, estaba provista de dos grandes batientes de madera, asegurados a unos postes verticales, susceptibles de girar en cajas de piedra. Supuse que, de esta manera, en momentos de peligro o ataque, los batientes podían cerrarse, siendo atrancados desde el interior. Pocos minutos después, el legionario me llamaba desde unas escalinatas de piedra existentes al fondo. Caminé en solitario hacia el centinela, salvando un ancho patio, perfectamente adoquinado con cantos rodados. Al pie de las escalinatas, el soldado me indicó a un oficial, comentando: -Éste te conducirá hasta Civilis... Y así fue. Al final de aquellos quince peldaños me aguardaba un centurión. La escalinata permitía el acceso a una especie de terraza rectangular, cuidadosamente embaldosada y cercada por ambos flancos con una serie de balaustres de mármol de un metro de altura. Aquélla era la entrada principal de lo que podríamos denominar la residencia privada del procurador: un edificio suntuoso y relativamente apartado del conjunto, aunque dentro de la fortaleza. El oficial me condujo al interior: un «hall» de extraordinarias dimensiones del que arrancaban tres escalinatas, todas de mármol blanco. -Espera aquí -me dijo mientras se dirigía a las escaleras situadas frente a la puerta de doble hoja del vestíbulo. Al pie de dicha escalinata montaban guardia otros dos soldados, con sus lanzas y cotas de malla. Obedecí, contemplando con admiración la serie de grandes vidrieras multicolores que se alineaban a lo largo de los muros, proporcionando a la estancia una abundante luz natural. En las paredes, revestidas de granitos procedentes de Siena, habían sido abiertos numerosos nichos en los que reposaban bustos del emperador, jarrones griegos decorados con escenas mitológicas y candelabros de plata. El piso del «hall» había sido recubierto con un extenso mosaico, que nada tenía que envidiar a los que yo había visto en las ruinas de Pompeya. Ensimismado con aquella exquisita decoración no me percaté de la llegada de Civilis. El centurión y comandante de la legión me saludó sonriente. En esta ocasión se tocaba con un casco de metal sumamente pulido y rematado por un penacho de plumas rojas. Antes de que pudiera explicarle que d