Caballo de Troya
J. J. Benítez
Al cruzar el puente levadizo, similar al que facilitaba el acceso por el túnel, uno de los
guardias me salió al paso. Tuve que repetir la operación. El centinela revisó la orden del
procurador y me ordenó que esperase. Después salió del puesto de guardia, adentrándose en el
interior de la fortaleza. Aquella monumental puerta, coronada por un arco de medio punto,
estaba provista de dos grandes batientes de madera, asegurados a unos postes verticales,
susceptibles de girar en cajas de piedra. Supuse que, de esta manera, en momentos de peligro
o ataque, los batientes podían cerrarse, siendo atrancados desde el interior.
Pocos minutos después, el legionario me llamaba desde unas escalinatas de piedra
existentes al fondo. Caminé en solitario hacia el centinela, salvando un ancho patio,
perfectamente adoquinado con cantos rodados. Al pie de las escalinatas, el soldado me indicó a
un oficial, comentando:
-Éste te conducirá hasta Civilis...
Y así fue. Al final de aquellos quince peldaños me aguardaba un centurión.
La escalinata permitía el acceso a una especie de terraza rectangular, cuidadosamente
embaldosada y cercada por ambos flancos con una serie de balaustres de mármol de un metro
de altura.
Aquélla era la entrada principal de lo que podríamos denominar la residencia privada del
procurador: un edificio suntuoso y relativamente apartado del conjunto, aunque dentro de la
fortaleza.
El oficial me condujo al interior: un «hall» de extraordinarias dimensiones del que
arrancaban tres escalinatas, todas de mármol blanco.
-Espera aquí -me dijo mientras se dirigía a las escaleras situadas frente a la puerta de doble
hoja del vestíbulo. Al pie de dicha escalinata montaban guardia otros dos soldados, con sus
lanzas y cotas de malla.
Obedecí, contemplando con admiración la serie de grandes vidrieras multicolores que se
alineaban a lo largo de los muros, proporcionando a la estancia una abundante luz natural. En
las paredes, revestidas de granitos procedentes de Siena, habían sido abiertos numerosos
nichos en los que reposaban bustos del emperador, jarrones griegos decorados con escenas
mitológicas y candelabros de plata.
El piso del «hall» había sido recubierto con un extenso mosaico, que nada tenía que envidiar
a los que yo había visto en las ruinas de Pompeya.
Ensimismado con aquella exquisita decoración no me percaté de la llegada de Civilis.
El centurión y comandante de la legión me saludó sonriente. En esta ocasión se tocaba con
un casco de metal sumamente pulido y rematado por un penacho de plumas rojas.
Antes de que pudiera explicarle que d