Caballo de Troya
J. J. Benítez
Faltaban pocos minutos para las ocho de la mañana cuando la reducida comitiva dejó atrás
el barrio alto de Jerusalén. Caballo de Troya había creído desde un principio que el encuentro
de los sanedritas con el procurador romano tendría lugar precisamente por el portalón y túnel
de la fachada oeste de la Torre Antonia (aquella por la que yo había tenido acceso en compañía
de José, el de Arimatea). Pero no fue así. Caifás y los saduceos cruzaron ante el muro de
protección situado frente al foso y, sin dudarlo, doblaron la esquina noroeste, en dirección a
otra de las puertas de entrada al cuartel general de Poncio en la ciudad santa. Yo había
convenido con Pilato y su primer centurión, Civilis, que mi ingreso en la fortaleza se produciría
por el puesto de guardia ya mencionado. Y durante algunos segundos, mientras mi cerebro
buscaba una solución, me dejé arrastrar -casi por inercia- por el pelotón. Al doblar aquella
esquina de Antonia, la súbita presencia del anciano José de Arimatea y otro joven hebreo hizo
que olvidara momentáneamente mis dudas. José, lógicamente, estaba al tanto de los pasos de
Jesús y del sumo sacerdote. Aunque no lo había visto en el juicio, deduje que sus «contactos»
le mantenían puntualmente informado. El hecho de estar allí era una prueba.
Caifás tuvo que ver a José. Pasó prácticamente a su lado. Sin embargo, ni siquiera le saludó.
El anciano, al descubrir al Maestro, se sobrecogió. Aunque posiblemente estaba informado
también de la tortura a que había sido sometido, al comprobarlo por si mismo palideció. Sin
levantar demasiadas sospechas fui quedándome atrás, hasta unirme a él y a su compañero. Y
así seguimos al pelotón.
El de Arimatea, que parecía haber perdido las esperanzas que había tratado de contagiarme
en el patio del palacete de Anás, al captar mi desconfianza por la presencia de aquel joven
desconocido me insinuó que hablase abiertamente. Su acompañante era uno de los «correos»
de David Zebedeo. Estaba allí, según me explicó, para transmitir las últimas noticias al cuerpo
de emisarios que había sido centralizado por David en el campamento de Getsemaní.
De esta forma, conforme nos aproximábamos a la puerta norte de la Torre Antonia, José y el
emisario me pusieron en antecedentes de la suerte que habían corrido los restantes discípulos y
de los que no tenía noticia alguna desde el prendimiento.
La mayor parte de los griegos y discípulos que fueron testigos de la captura del Maestro en
el camino que discurre por la falda del Olivete terminó por volver al huerto de Simón, «el
leproso», despertando a los ocho apóstoles y demás seguidores, que permanecían ajenos a lo
que estaba ocurriendo.
Minutos más tarde, era el jovencísimo Juan Marcos quien corría hasta la cima del Monte de
las Aceitunas, poniendo sobre aviso a David Zebedeo, que seguía montando guardia y al
margen de los últimos sucesos.
Tras unos primeros momentos de lógica confusión, el grupo se concentró en torno al molino
de piedra situado a la entrada de la finca, iniciándose una viva polémica. Andrés, como jefe de
los apóstoles, se hallaba tan confuso que no pudo pronunciar palabra alguna. Y fue Simón, el
Zelote; quien, por último, terminó por encaramarse al muro de la almazara, arengando a sus
compañeros para que tomaran las armas y se lanzaran en persecución de los guardias,
liberando a Jesús.
Según el «correo» -testigo presencial de aquellos acontecimientos-, casi todos los presentes
en aquella madrugada en el huerto (alrededor de medio centenar) respondieron con
vehemencia a la invitación del «revolucionario» Simón, miembro activo como ya he insinuado
en alguna ocasión- del grupo clandestino y terrorista de los «Zelota».
Y es muy posible que se hubiesen lanzado monte abajo en busca del Maestro, de no haber
sido por la oportunísima mediación de Bartolomé. Una vez que Simón el Zelote hubo hablado,
Bartolomé pidió calma y recordó a sus amigos las continuas enseñanzas sobre la no violencia
que les había impartido Jesús. El apóstol, con una gran cordura, refrescó la memoria de los
excitados discípulos, hablándoles de las palabras que había pronunciado el rabí aquella misma
noche y a través de las cuales había ordenado que protegieran y conservaran sus vidas, en
espera del momento crucial de la dispersión y de la propagación del reino de los cielos.
La tesis de Bartolomé fue apoyada vivamente por Santiago, el hermano de Juan Zebedeo,
quien explicó también a sus compañeros cómo Pedro, algunos de los griegos y él mismo habían
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